Antes bebía para olvidar sin remordimientos; ahora escribo para poder recordar. Para recordar cosas que pienso que no debería olvidar, pero que quizás olvide algún día. Y no solo la lista de la compra. Cosas que (se) me ocurrieron o que me contaron, cosas que hice ―o que no hice―, cosas que pasaron mientras estaba escribiendo. No es una gran solución, porque al final debo recordar que he escrito lo que he olvidado, y dónde lo he escrito. Pero lo rememoré mientras lo escribí y lo reescribí.
Y no hablemos de los remordimientos que siento al acordarme de que no he escrito algo realmente memorable. No me refiero solo al momento en que todavía lo recuerdo, porque entonces tiene solución, sino a ese otro momento posterior, dramático, en el que recuerdo que no lo he escrito, pero ya no sé qué es eso tan preciado que no he escrito, aunque sí sé que debería haberlo hecho (dice Roald Dahl que «no hay mayor tormento que esa sensación de un recuerdo que nos roza la memoria sin penetrar en ella»).
31 DE DICIEMBRE
(Más que una autocita, esta entrada podría calificarse de paracita, pues creo que parafrasea una viñeta de El Roto de la que ahora no me acuerdo. ¿O era de OPS?).