Lo que me gusta de esta frase no es que se me haya ocurrido a mí, que seguro que no es así ―me cito: “Siempre habrá alguien que haya dicho lo mismo antes, o que lo dirá después, y lo que es peor: mejor que tú” (aunque no es una cita exacta, y tampoco original, como su propio contenido indica)―. Lo que me gusta, decía, es que tiene un comienzo aparentemente optimista.
Como suele haber algún escéptico lector doblemente negativo, que no se acaba de creer que no se encuentra ante un aforismo novedoso, aportaré, para intentar desengañarlo, una prueba doble, producto de dos traducciones al español de El rey Lear, tragedia que, como es sabido, plagia otra obra de teatro estrenada en 1594 e impresa en 1605, solo tres años antes que la firmada por William Shakespeare (1564-1616), cuya primera edición en cuarto se publicó en 1608. Shakespeare, eso sí, tuvo la astucia de cambiarle el título que le había puesto su coetáneo, King Leir, por King Lear. Los eruditos aseguran que el desconocido autor de King Leir se inspiró a su vez en Historia Regum Britanniae, de Godofredo de Monmouth (1135), lo que abona mi hipótesis de que dicho autor bien pudo ser el propio Shakespeare, dada su innata tendencia a apropiarse de trabajos ajenos, como explica el británico Bill Bryson en su esclarecedor ensayo Shakespeare. El mundo como escenario:
“No tuvo reparo en apropiarse de argumentos, diálogos, nombres, títulos”
Shakespeare no tuvo reparo en apropiarse de argumentos, diálogos, nombres, títulos o cualquier otro elemento que sirviera a sus intereses. Parafraseando a George Bernard Shaw, Shakespeare era un magnífico narrador de historias siempre y cuando alguien las hubiera contado antes […]
El Hamlet de Shakespeare venía precedido de una obra anterior sobre Hamlet de autor desconocido (si bien hay quienes sostienen que se trataba del brumoso genio Thomas Kyd) y cuyo texto desafortunadamente se ha perdido, dejándonos en ascuas respecto de la similitud entre el original y la secuela. También su Rey Lear estaba inspirado en un Rey Lear anterior. La excelentísima y lamentable tragedia de Romeo y Julieta (para devolverle a la pieza su título original) era una versión libre del poema La trágica historia de Romeus y Julieta, obra de Arthur Brooke, un joven y promisorio talento que se inspiró, a su vez, en Rosalinda, de Thomas Lodge; El cuento de invierno, asimismo, es una reconstrucción de Pandosto, novela olvidada de Robert Greene, el ácido denostador de Shakespeare. Tan sólo unas pocas obras del Bardo ―y, en especial, las comedias Sueño de una noche de verano, Trabajos de amor perdidos y La tempestad― parecen huérfanas de antecedentes […]
[Shakespeare] dominaba, al parecer, algo de francés y sin duda bastante de italiano (o bien contaba con alguien que lo ayudaba mucho con esa lengua), pues tanto Otelo como El mercader de Venecia están basadas en obras italianas que aún no se habían traducido al inglés.
El Bardo de Stratford no solo se agenciaba argumentos o títulos ajenos, sino largos fragmentos de texto.
Tanto Julio César como Antonio y Cleopatra contienen numerosos pasajes procedentes, sin apenas cambios, de la magistral transliteración de Plutarco de sir Thomas North, y La tempestad rinde un silencioso tributo similar a una popular traducción de Ovidio. Un verso de Marlowe («¿Quién que haya amado no amó a primera vista?»), de Hero y Leandro, aparece tal cual en Como gustéis, y hay un pareado del Tamerlán («Hola, jamelgos consentidos de Asia, ¿podéis cargar con veinte millas diarias?») que se cuela así en Enrique IV, segunda parte: «Y esos jamelgos consentidos de Asia que apenas marchan treinta millas diarias».
¿Qué otras frases, fragmentos, páginas, escenas o hasta obras completas llegó a piratear el reverenciado WS? Imposible saberlo, pues, “de las aproximadamente tres mil obras de teatro que, según se cree, fueron puestas en escena en Londres desde que Shakespeare naciera hasta que, en una muestra de lobreguez, los puritanos decretasen el cierre de los teatros en 1642”, se lamenta Bryson, “no han sobrevivido más de unas 230 piezas de la época, incluidas las 38 del propio Shakespeare, que por sí solas constituyen un glorioso y apabullante 15 por ciento”.
No está claro si fue un genio genuino o un maravilloso genio del copia y pega
Por supuesto, no pongo en duda que, por lo que ha llegado hasta nosotros, WS fuese un genio literario. Es lo que sostiene, sin ir más lejos, el autor de Shakespeare. El mundo como escenario (2007). Pero lo que no está tan claro es si fue un genio genuino o un maravilloso genio del copia y pega, un precursor visionario y compulsivo del control copy control paste, una destreza que, aunque hoy esté al alcance de cualquiera, requiere de excelsas dotes artísticas para convertirla en obras sublimes e imperecederas.
A la vista de estos datos, si admitimos que el autor del primigenio King Leir fue el tal Shakespeare, no parece temerario afirmar que el Bardo se haya copiado a sí mismo para alumbrar King Lear. Pero tampoco está claro cuál sea el texto original ―bueno, auténtico quedaría mejor― de King Lear, pues existen dos versiones: una de ellas (la primera en cuarto, de 1608) tiene nada menos que 285 líneas de texto y una escena entera que no están en la otra, mientras que la otra (el reverenciado Primer Folio, de 1623) incluye un centenar de líneas que no están en la primera. “Ambas versiones asignan los mismos parlamentos a personajes distintos, alterando así la naturaleza de tres papeles protagónicos (Albany, Edgar, Kent) y, por si fuera poco, ni siquiera sus finales coinciden”, subraya Bryson. “Son tales las diferencias que los editores del Oxford Shakespeare incluyeron ambas versiones en la edición de la obra completa, argumentando que no son dos versiones de una misma obra sino dos obras totalmente distintas”.
Ítem más. La mayoría de la producción teatral adjudicada a WS se conserva gracias al mencionado Primer Folio, volumen póstumo que reunió 32 obras (para los Sonetos, me remito a esta y a esta reveladora crítica de la traducción de Ramón Gutiérrez Izquierdo y, sobre todo, a la traducción). Sin embargo, el Primer Folio está cuajado de errores y erratas de todo tipo, y faltan páginas, y abundan las contradicciones con los textos de las versiones en cuarto. Se calcula que se imprimieron unos 700 ejemplares de esta recopilación, de los que nos han llegado menos de 300. Según Charlton Hinman, un experto erudito, no hay dos copias del Primer Folio exactamente iguales.
De modo que las obras de WS que hoy se escenifican con arrobo no se corresponden en muchos aspectos, algunos de ellos ―o, quizá, muchos― esenciales, con lo que escribió en su día el tipo que se hacía pasar por WS. Y digo esto por la extendida hipótesis ―desarrollada en unos cinco mil libros, según Bryson― de que las obras atribuidas a William Shakespeare de Stratford no fueron escritas por William Shakespeare de Stratford. Hay una cincuentena de aspirantes a ser el verdadero WS, entre ellos Francis Bacon, por el que apostaron escritores de la talla ―y la imaginación― de Mark Twain y Henry James.
Esta hipótesis se apoya en los vastos conocimientos que evidencia el corpus shakesperiano, no solo de las más sublimes e infames manifestaciones del alma humana, sino de numerosos saberes de su época. Sigo con Bill Bryson, en la traducción de Andrés Ehrenhaus:
Su vocabulario demuestra un interés poco corriente en medicina, derecho, cuestiones militares e historia natural (menciona, por poner dos ejemplos significativos, 180 plantas y emplea 200 términos legales) […]
Las obras de Shakespeare son, se aduce, tan ricas en conocimientos específicos (en derecho, medicina, asuntos de estado, vida cortesana, temas bélicos y marítimos, historia antigua, vida en el extranjero) que es imposible que las haya escrito un único individuo dotado de una somera educación provinciana. Por tanto, William Shakespeare de Stratford no sería, en el mejor de los casos, más que una cordial marioneta, un actor que prestó su nombre para encubrir a alguien de mayor talento, alguien que no podía, por las razones que fuese, darse a conocer en público como dramaturgo.
Nos parece tantos hombres por su gran capacidad para copiar de todos ellos
Yo no me apunto a la conjetura conspiratoria de uno o varios ―también circula la teoría del autor grupal― auténticos WS, contemporáneos de la marioneta WS que solo puso su nombre, pero sí postulo ―atención― la existencia de numerosos y múltiples WS a lo largo del tiempo. Porque el Bardo copió tanto y de tantos que no debería asombrarnos que nos parezca tantos hombres y tan distintos, con tantos conocimientos de tantas ramas de la ciencia. De ahí la cita del ineludible Borges:
Nadie fue tantos hombres como aquel hombre que, a semejanza del egipcio Proteo, pudo agotar todas las apariencias del ser.
Sostengo que las dudas sobre la identidad real de Shakespeare se deben a su genio plagiario. Por eso nos parece tantos hombres: por su extraordinaria capacidad para descubrir y copiar los mejores textos y fragmentos de las mejores creaciones de sus contemporáneos, y para ensartarlos sobre argumentos preexistentes ―ninguno de su invención― y componer obras originalísimas. El Bardo son todos esos autores desconocidos de la edad dorada del teatro inglés a los que plagió. Cada pieza firmada por WS es una magnífica reelaboración a base de retazos llevada a cabo, en efecto, por William Shakespeare de Stratford, el divino artista del copia y pega. Bryson nos aporta otra prueba:
Sus obras eran variables en grado sumo: podían tener entre siete y cuarenta y siete escenas y el número de parlamentos podía ir de catorce a más de cincuenta. La obra promedio de la época solía tener unas 2.700 líneas, lo cual equivalía a dos horas y media de actuación. Las obras de Shakespeare podían ir de algo menos de 1.800 líneas (por ejemplo, La comedia de los errores) a más de 4.000 (como Hamlet, que se acercaba a las 5 horas de función, si bien es probable que ningún espectador de aquel entonces la haya visto entera de una sola vez). Como término medio, sus obras contenían un 70% de verso blanco, un 5% de verso rimado y un 25% de prosa, aunque estas proporciones variaban a capricho del autor.
Variaban, claro, porque los autores originales eran varios. Pero estos inigualables rompecabezas que armó WS también fueron sometidos a través de los siglos a diversos pulimentos, desde las copias en cuarto ―todas diferentes entre sí― y el Primer Folio ―una reconstrucción de las reconstrucciones anteriores―. Con el paso del tiempo, los ajados ejemplares del Primer Folio fueron a su vez recomponiéndose cual monstruo de Frankenstein.
La Biblioteca Folger alberga más Folios que ninguna otra institución en el mundo pero, por sorprendente que resulte, nadie sabría decir con exactitud cuántos son. «El caso es que no es fácil decir qué es un Primer Folio y qué no lo es, pues muchos de ellos ya no son íntegramente originales y muy pocos están intactos», me confió Georgianna Ziegler, una de las curadoras, durante mi visita en 2005. «Ya a finales del siglo XVIII se instauró la costumbre de completar volúmenes incompletos o deshojados añadiéndoles páginas de otros libros, a veces hasta un punto extremo. La copia 66 de nuestra colección está canibalizada por otras obras en un 60 por ciento. Tenemos tres Primeros Folios “fragmentarios” más completos que eso».
A todos estos arreglos, encajes, mezcolanzas y trasmutaciones hay que añadirle otra alteración no menos determinante: en la actualidad las piezas teatrales de WS se representan con un lenguaje que tiene muy poco que ver con el original.
Hoy en día no sabríamos comprender gran parte de la lengua que usaba Shakespeare sin la ayuda de algún soporte externo. En un experimento llevado a cabo en 2005, el Globe de Londres puso en escena una versión de Troilo y Crésida en «Inglés Moderno Temprano» o «Pronunciación Original». El crítico John Lahr calculó, en su reseña en el New Yorker, que sólo había entendido el 30% del texto representado.
Pero volvamos a la tragedia en la que se inspira el título de esta entrada. El inconveniente del lenguaje se acentúa para los que tenemos que recurrir a las traducciones al castellano de El rey Lear, que por lo que intuyo solo coinciden en el título ―a no ser que haya traductores que se copien entre sí, lo cual sería sorprendente―. Así que voy a reproducir el mismo apotegma shakesperiano (pronunciado por Edgar, que disfrazado de mendigo loco se dirige a su padre ciego) en las versiones hispanas de tres traductores cuyo nombre lamento desconocer. Marcos Ordóñez transcribe la primera diciendo que es “una frase que anticipa toda la obra de Beckett” (“Son Vladimir y Estragon en Esperando a Godot; es Hamm en Fin de partida, cuando Clov levanta la tapa del cubo para ver qué pasa con la vieja Nagg. Clov: «Está llorando». Hamm: «Entonces vive»”).
No hemos llegado a lo peor mientras todavía podamos decir “esto es lo peor”.
La segunda versión la recoge Fernando Savater, para quien “lanzar improperios contra nuestra suerte a veces refuerza la íntima sensación confortable”.
Aún no es esto lo peor de todo si todavía puedes decir que esto es lo peor de todo.
Y la tercera procede de la Biblioteca Virtual Antorcha:
¡Y siempre puede haber algo peor, que no hemos acabado de decir: lo peor es esto, cuando algo peor ha llegado!
Pues bien, picando aquí y allá en dos de las traducciones aportadas (la primera la puse por la cita de Beckett), con una pequeña modificación de una de ellas y una minúscula alteración del orden de las palabras ―nada, ni un hiperbatoncito―, se obtiene el epigrama del encabezado. En concreto, de la segunda tomo el fragmento “no es esto lo peor de todo” y lo transformo, como sucedía en las típicas transliteraciones de las versiones en cuarto, en “no existe lo peor de todo”, y luego, con el paso del tiempo, en “lo peor de todo no existe”. De la tercera me apropio, sin más, de “siempre puede haber algo peor”. Y enlazo las oraciones resultantes: “Lo peor de todo no existe. Siempre puede haber algo peor”. Construyo así una frase que se basa en la copia de fragmentos atribuidos a WS, en el método shakesperiano de ensamblaje de las partes y en una mutación evolutiva propia de los habituales errores de las distintas versiones manejadas, traducción incluida. Puro Shakespeare, dicho con toda la modesta humildad de que soy capaz.
Llegados a este extremo, más de una se preguntará: ¿todo este rollo justificativo-exculpatorio para que el autor del artículo califique de autocita lo que no es sino un burdo reciclado de un epigrama de WS? O bien: ¿todo esto para hablar de WS pese a que es imposible hacerlo y cumplir al mismo tiempo con el exigente principio de Cita a las Diez, que obliga a titular cada entrada con una cita nunca reproducida como tal del autor homenajeado o agraviado ―una cita original―? No niego en redondo lo segundo, pero me revuelvo contra la primera acusación (ameno, divertido, riguroso, sí, pero ¿rollo? Bill Bryson jamás es un rollo). Por si acaso, para tratar de evitar inútilmente la maledicencia, lo diré de otro modo, quizá de apariencia más optimista: