Reciclaje maldito

Reciclaje maldito

Un hombre introduce cabeza y brazos en un contenedor de papel para reciclar de la ronda de Atocha, en Madrid.

La economía oficial marcha bien y, claro, cada vez son más las personas que hurgan en los ajados contenedores de papel que hay por el barrio de Lavapiés, para ver qué pueden pillar. Contribuyen a su modo a la noble tarea de separar los residuos, pues seleccionan los materiales más homogéneos y hasta los ordenan para luego llevárselos al comprador: aquí revistas, aquí periódicos, aquí cartones, aquí documentos personales de eventual interés.

Con tanto trajín, en uno de estos iglús la boca de entrada terminó rompiéndose, y lo que ahora queda es un hueco rectangular con afilados bordes de plástico rígido, no con los cantos redondeados y la protectora trampilla que había antes. Ahí está trabajando un recolector cincuentón de los de clase humilde, pues no arrastra un carrito de supermercado ―no digamos una furgo― como otros afortunados, sino que se conforma con unas modestas bolsas en las que, eso sí, cuidadosamente organiza el género por calidades y tamaños. Humilde, pero orgulloso de su labor de intermediario entre la ciudadanía sensibilizada por el medio ambiente y la industria del reciclado. Ah, si supierais lo que la gente echa en el contenedor azul, os caeríais de espaldas. Y eso que es el más simple, solo papel y cartón que no estén sucios, no hay lugar a dudas, como pudiera suceder en el verde, que admite vidrio pero no cristal, o en el amarillo, que sirve para metales, pero no para cuchillas de afeitar. Pese a su buena voluntad y a su concienciación, la gente, piensa nuestro hombre, es muy descuidada. Por eso los obreros que, como él, se han especializado en papel y cartón son necesarios para que el invento funcione, para ayudar ―y reproduce mentalmente un folleto que siempre lleva consigo, su biblia― “a reducir la tala de árboles y el gran impacto ambiental de su fabricación: su reciclaje reduce en un 74% la contaminación del aire y en un 35% la del agua”. Se merece sobradamente la minúscula compensación monetaria que obtiene con la venta. No es un carroñero que roba lo que otros devuelven a la sociedad, ni mucho menos.

No le preocupa que el boquete esté roto, hasta cavila que es una ventaja, porque así le será más fácil introducir cabeza y manos en el recipiente para discriminar la mercancía de mayor valor. Por suerte hay mucha luz en esa radiante mañana de un lunes primaveral, y el sol le ayudará a ver en el interior.

El hombre se mete por el agujero hasta las caderas, dejando fuera las piernas estiradas y los pies en alto. En esto que se acercan por el lugar cuatro jóvenes dando voces y empujándose entre ellos, un poco gamberros, un poco beodos, un poco drogados, y alucinan cuando ven brotar del iglú esas extremidades cubiertas por unos pantalones azules raídos, pero por el uso, y con unas inaceptables zapatillas pasadas de moda. No pueden resistirlo, obligados por las hormonas, la química sintética y el instinto grupal, y entre bromas dan brincos para colgarse de las zapatillas y las piernas. Uno de ellos consigue pegar un soberbio salto, y cae de culo sobre el ídem del reciclador especializado. Es la gota que colma el vaso: los bordes del contenedor seccionan por la mitad el cuerpo, cuya parte superior ―si bien en este momento se halla en una posición inferior― se cuela en el receptáculo con un ruido sordo y un grito ahogado. En el exterior, al desprenderse su soporte, los chavales se llevan un buen susto al darse unos trompazos contra el suelo. Pero son jóvenes, y pronto se reponen y se alejan entre carcajadas, haciendo comentarios jocosos sobre las piernas tronzadas, partidos de risa.

Antes de expirar, después de revivir en un instante su vertiginosa caída desde la próspera clase media familiar hasta la brutal indigencia solitaria, lo último que pasa por la mente del hombre es lo deshonroso que ha sido su final. Sin quererlo, pero eso no es excusa, ha arruinado el compromiso reciclador de tantos pacientes y probos ciudadanos, preocupados como él por el bien del planeta y de las generaciones futuras. Muere, se abochorna de pensarlo, mezclando papel y cartón con basura orgánica.

A.S. LORENZO

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