¿Es posible la originalidad en la literatura contemporánea? Cuando han pasado 5.000 años desde la invención de la escritura, 570 años de la imprenta, 140 años de la linotipia, medio siglo del procesador de texto, ¿es posible escribir algo, cualquier cosa con un mínimo sentido, que no se haya escrito antes? Mi respuesta es que sí, ser original es posible. Pero únicamente en un ámbito metaliterario muy específico: el de las citas.
En la ciencia, los currículos, el diseño, la creación artística, allí donde haya un esbozo de una idea habrá algo que la inspiró. Siempre existe alguien que hizo lo mismo antes, o que lo hará después, y lo que es peor: mejor que tú. Como el Pierre Menard del Borges de Ficciones, que en el siglo XX escribió dos capítulos y un fragmento del Quijote idénticos, “palabra por palabra y línea por línea”, a los de Cervantes, pero con un estilo “más sutil e infinitamente más rico”, según el maestro argentino ―“más ambiguo, dirán sus detractores; pero la ambigüedad es una riqueza”―. O, para qué salir de Borges, a modo de homenaje podrás alegar, como cuando lo acusaron de plagiar a Giovanni Papini en su relato El otro: “Leí a Papini y lo olvidé. Sin sospecharlo, obré del modo más sagaz; el olvido bien puede ser una forma profunda de la memoria”.
Borges le dio vueltas a la idea ya citada aquí de Virginia Woolf, de quien tradujo al español Un cuarto propio. La autora británica escribe que “los libros son la continuación unos de otros, a pesar de nuestra costumbre de juzgarlos por separado”. “Las obras maestras no nacen aisladas y solitarias”, añade, “son el producto de muchos años de pensar en común, de modo que a través de la voz individual habla la experiencia del grupo”.
“La memoria no surge solo de la experiencia, sino del intercambio de muchas mentes”, abunda el neurólogo y escritor Oliver Sacks (1933-2015) en un ensayo recogido en El río de la conciencia. Sacks aporta una interpretación científica. “Al parecer, no existe ningún mecanismo en la mente ni en el cerebro que asegure la verdad, o al menos el carácter verídico, de nuestros recuerdos”, que son “falibles, frágiles e imperfectos, pero también poseen una gran flexibilidad y creatividad”. “La confusión sobre sus orígenes o la indiferencia hacia ellos puede resultar una fuerza paradójica: si pudiéramos identificar el origen de todo nuestro conocimiento, acabaríamos saturados de información a menudo irrelevante. La indiferencia hacia las fuentes nos permite asimilar lo que leemos, lo que nos cuentan, lo que los demás dicen y piensan, lo que escriben y pintan, con la misma riqueza e intensidad que si fueran experiencias primarias. Nos permite ver y oír con los ojos y oídos de los demás, entrar en mentes ajenas para asimilar el arte, la ciencia y la religión de toda la cultura, entrar y contribuir a la mente común, a la riqueza general del conocimiento”.
“No existe ningún mecanismo en el cerebro que asegure la verdad de nuestros recuerdos”
La explicación de Sacks esclarece la confusión de Francesco Petrarca, que unos seiscientos años antes dijo que había leído tanto a los clásicos que ya no podía distinguir si lo que escribía era suyo o una copia.
Un personaje de la obra del dramaturgo madrileño Pablo Remón Los farsantes (el propio autor de la obra) cita a Petrarca y otros clásicos ilustres, como Horacio y Quintiliano, para justificar que ¿su? texto sea un plagio de otro escrito por una alumna de su taller de escritura. Remón se apoya en la psiquiatría para defenderse porque, según su terapeuta, padece criptomnesia, una enfermedad que nos hace creer que tenemos ideas originales cuando en realidad estamos recordando las ideas que tuvieron otros. La criptomnesia afectó a Mark Twain, a Coleridge, a George Harrison. Y, probablemente, en mayor o menor medida, nos afecta a todos, sugiere Pablo Remón. “Aún no sé si soy víctima de esta extraña enfermedad o si soy, simplemente, un plagiario […] ¿Son, estas palabras que ahora digo, realmente mías? ¿O no son más que una repetición de otras? Sinceramente, no lo sé. Yo mismo soy a veces un plagio de mi abuelo, en muchas cosas. De mi padre, en otras. Repito frases que decían ellos, gestos, reacciones […] Somos un plagio de los que vinieron antes. Quizá nuestras palabras, nuestros pensamientos, que creemos originales, no sean más que un eco de otras palabras, otros pensamientos, dichos una y mil veces, por otros, años atrás. Quizá no hablemos nosotros, sino los muertos. Quizá seamos todos criptomnésicos”.
Son innumerables los creadores que admiten que, de una u otra manera, no se puede escribir nada nuevo. La tablilla de Delos, datada alrededor del año 1500 a. C., sostiene que “todo lo que el hombre puede escribir ha sido escrito”. Unos 1.500 años después, el dramaturgo cartaginés Publio Terencio (194-159 a. C.) lo asume y, lógicamente, lo copia: “Ya no se puede decir nada que no haya sido dicho antes de nosotros”.
Con esta justificación ampliamente aceptada, en la antigüedad no se cortaban un pelo a la hora de plagiar. En el siglo I, el hispanorromano Quintiliano propone imitar tanto la forma como el contenido de las mejores obras. Tampoco había reparos en apropiarse de escritos ajenos en el siglo XVII; que se lo digan a Shakespeare, quizás el paradigma del plagiario sin mala conciencia, por la trascendencia de ¿su? obra. Me remito a la entrada de este blog en la que saqueo el apabullante ensayo Shakespeare. El mundo como escenario, donde el británico Bill Bryson documenta como el Bardo de Stratford copiaba argumentos, títulos y largos fragmentos de otros autores sin disimulo alguno. Hasta el punto es así que un programa informático empleado por los catedráticos universitarios para cazar a estudiantes que plagian estudios también cazó a Shakespeare utilizando “como fuente” para Ricardo III, Enrique V, Macbeth y otras ocho tragedias un manuscrito de finales del siglo XVI. Al fin y al cabo, como decía el barcelonés Eugeni d’Ors (1881-1954), “todo lo que no es tradición es plagio”.
Todos los pasajes con un mínimo de sentido deberían ir entrecomillados
Vamos, que, en buena ley, si nos atenemos a las normas gramaticales sobre citas, todos los textos con un mínimo de sentido deberían ir entrecomillados.
Pese a todas las evidencias, los escritores no se resignan a ejercer de meros copistas, aunque sea de forma inconsciente, y consideran que, aun copiando, se puede ser innovador. El poeta romano Horacio propone emplear textos conocidos como base de las creaciones literarias, pero dándoles una apariencia original. Una propuesta que reconduce ligeramente Goethe (1749-1832), para quien “la originalidad no consiste en decir cosas nuevas, sino en decirlas como si no hubiesen sido dichas por otro”. Para el poeta griego Odysséas Elýtis (1911-1996), el arte de escribir reside en “repetir cosas ya dichas y hacer creer a la gente que las lee por primera vez”. Esto es lo que llamamos estilo.
Aquí hemos ido más lejos ―se puede― al defender que lo inevitable no es el plagio, sino la originalidad, porque, si bien nos limitamos a repetir lo escrito por otros, al variar el contexto “la misma frase nunca significa lo mismo”.
Sin embargo, reconozco que esta última forma de ser original, como la de Pierre Menard y como la criptomnesia, no es admisible según las leyes de propiedad intelectual contemporáneas durante los primeros setenta u ochenta años tras la muerte del autor reconocido oficialmente, periodo tras el que sus herederos pierden los derechos patrimoniales y la fe en la propiedad intelectual ―no así en la inmobiliaria o financiera―. Como puso de relieve el juez que condenó a George Harrison porque su canción My Sweet Lord, de 1970, era muy parecida a otra de 1962, He’s So Fine, de Ronald Mack: “Según la ley ha infringido el derecho de autor, y lo ha infringido aunque sea de manera subconsciente”. (Lo cita Oliver Sacks).
Así y todo, como sostengo al principio, hay una excepción que afecta a esta cabecera. En el microcosmos de las citas, que es el objetivo de Cita a las Diez, el plagio se da por hecho, ya que se trata de reproducir conscientemente frases de otros. El buen citador sabe, según lo expuesto anteriormente, que es indiferente quién sea el autor reconocido como tal. Pero entra en el juego de la propiedad intelectual al consignar la autoría oficial (o incluso ficticia, al atribuirse a sí mismo ―o a otro― un apotegma que tiene que ser, lógicamente, una copia no oficializada todavía).
Al subrayar una frase ajena y no otra del mismo texto revelamos nuestro inconfundible estilo
¿Cómo se alcanza entonces la originalidad? Por dos vías inseparables que se dan siempre en las auténticas primeras citas: el descubrimiento y el estilo. Ser original significa descubrir un epigrama valioso en ese maremágnum infinito de palabras; el mérito radica en subrayar el dictum por primera vez, en elevarlo a la categoría de cita. Por descontado, lo puede hacer el autor supuestamente original; lo tiene más fácil. Pero pocas veces lo hace.
Tiene que ser un auténtico buscador de epígrafes, un genio de la epigramática, el que revele la gema que se oculta tras un piélago de sintagmas escritos miles de veces. De ahí que afirmemos que “puede que los autores sean otros, pero las citas son nuestras”, pues al subrayar una frase ajena y no otra del mismo texto estamos poniendo de manifiesto nuestra personalidad, nuestro inconfundible estilo.
Por este motivo, plagiar una cita citada por otro sin advertirlo expresamente es mucho más grave que plagiar un texto, que, como hemos visto, nunca es del todo original. Incluido este, obviamente. (Lo único que me preocupa es que ya lo haya escrito yo mismo y no lo recuerde).
En cualquier caso, es harto improbable encontrar a nadie que reconozca haber copiado, sean textos sin ton ni son o citas selectas, aun cuando se le pille con las intertextualidades (la inspiración, el homenaje) en la masa. Estamos hartos de verlo. Las justificaciones de los plagiadores pillados in fraganti ―en especial las de los más renombrados― suelen ser tan burdas que nos asombra que no se percaten de su imbecilidad, de que más le valdría a su reputación admitir la copia y hasta enorgullecerse de ella. Si no lo hacen es porque, pese a todo, pese a Menard y Borges, pese a Petrarca y Remón, lo que en nuestros días otorga prestigio y dinero es ser considerado original. Así que, en parte, rectifico: