Texto escrito por Agatha Christie en Cartas sobre la mesa, novela policiaca publicada en 1936, que recuerda a este otro de Arthur Conan Doyle.
La historia sucede en una “fiesta” convocada por el señor Shaitana, un tipo rico y enigmático, que reúne en su casa a cuatro expertos en crímenes y otros tantos supuestos asesinos. Una partida de bridge más tarde, Shaitana ―que no la jugó― aparece muerto: solo uno de los supuestos asesinos puede haberlo eliminado. Un planteamiento alucinante que, como en las mejores novelas de Christie, se resuelve sin engaños ni ―apenas― ocultamientos al lector. Yo, más transparente aún, anticipo que al final voy a descubrir al asesino.
Pero antes, un aliciente extra para leer Cartas sobre la mesa y, por tanto, no seguir con esta entrada (por lo del nombre del asesino): la inhabitual socarronería metaliteraria que exhibe una juguetona Agatha Christie. Una “advertencia de la autora” pone desde el principio las cartas boca arriba al recomendar de este modo su propia obra:
Debo decir, como argumento adicional en favor de esta novela, que fue uno de los casos favoritos de Hércules Poirot.
Junto a Hércules (Hercule) Poirot, el famoso detective belga, los otros tres expertos de la historia son el superintendente Battle, de Scotland Yard; el coronel Race, del Servicio Secreto, y Ariadne Oliver, que “pasaba por ser una de las principales escritoras de novelas policiacas”, novelas protagonizadas por un “famoso detective finlandés” llamado Sven Hjerson.
Los trasuntos de Poirot (Hjerson) y de Christie (Oliver) le dan juego a la británica para reírse de su detective, de sí misma y de su oficio de escritora. Así, poco después del asesinato, Poirot le revela a Battle, en presencia de Ariadne Oliver, que la víctima, Shaitana, pensaba que cuatro de los invitados eran criminales:
―Ya lo entiendo ―dijo el superintendente como si expusiera los pensamientos a medida que se le ocurrían―. Una reunión de ocho personas y él mismo. Cuatro «sabuesos», por decirlo así… ¡y cuatro asesinos!
―¡Es imposible! ―exclamó la señora Oliver―. Absolutamente imposible. Ninguno de los cuatro puede ser un criminal.
Battle hizo lentamente un gesto negativo.
―No estoy tan seguro de ello, señora Oliver. Los asesinos se parecen en conducta y aspecto a la mayoría de la gente. Amables, modestos y de conducta intachable muy a menudo.
―En ese caso, es el doctor Roberts ―aseguró la novelista con firmeza―. Tan pronto como le vi, presentí instintivamente que en él había algo malo. Mis instintos nunca me engañan.
Segundos después, Agatha Christie-Ariadne Oliver insiste:
―¡El doctor Roberts! ―repitió la señora Oliver tenazmente―. Un hombre muy cordial. Los asesinos lo son a menudo… ¡para disfrazar su verdadera condición! Si estuviera en su lugar, superintendente, lo arrestaría enseguida.
Battle no le hace caso y le dice que va a entrevistar a los cuatro sospechosos, empezando por Roberts.
“La vida real no es como una novela. En ella todo está muy mal dispuesto”
―Yo lo hubiera guardado para el final ―dijo la señora Oliver―. Si hubiera sido en una novela, quiero decir ―añadió como excusándose.
―La vida real es un poco diferente ―comentó Battle.
―Ya lo sé ―replicó la novelista―. En ella todo está muy mal dispuesto.
La última frase de la novelista entronca con otras citas sobre la creación literaria que se han traído a colación en Cita a las Diez, como esta de Juan Madrid y esta otra de Nassim Nicholas Taleb. De este asunto, y más en concreto de novela policiaca, sigue disertando Christie en un diálogo entre su alter ego y Rhoda Dawes, una admiradora de la escritora de ficción:
Rhoda aceptó otra silla, bastante estropeada, y fijó sus ojos en los de la novelista.
―Lo siento de veras. ¿He venido a interrumpirla? ―preguntó respirando todavía con precipitación.
―Pues sí y no ―contestó la señora Oliver―. Estoy trabajando, como puede ver. Pero mi temible finlandés se ha metido en un lío tremendo. Hizo una deducción agudísima sobre un plato de judías tiernas y ahora acababa de descubrir un veneno activísimo en el relleno de salvia y cebolla del ganso que se come por San Miguel. Pero entonces he recordado que las judías no se dan por estas fechas.
Entusiasmada por este atisbo de las interioridades del mundo de la novela policiaca, Rhoda observó con interés:
―Podían ser judías en conserva.
―Desde luego ―dijo la señora Oliver con aspecto dubitativo―. Pero se estropearía el efecto. Siempre me confundo con la horticultura y cosas similares. La gente me escribe para decirme que he puesto juntas diversas clases de flores que se dan en distintas épocas del año. Como si ello importara mucho… y, además, se ven todas juntas en cualquier tienda de flores de Londres.
―Claro que no importa ―comentó Rhoda de buena fe―. Oh, señora Oliver, escribir novelas debe ser maravilloso.
La mujer se rascó la frente con un dedo manchado de papel carbón y preguntó:
―¿Por qué?
―Porque así debe ser ―Rhoda pareció desconcertarse―. Debe ser estupendo el sentarse y escribir un libro entero.
“Escribir no es divertido. Es un trabajo tan pesado como cualquier otro”
―La cosa no ocurre exactamente así ―objetó la novelista―. Ya sabe usted que antes hay que pensar el asunto. Y pensar siempre resulta aburrido. Además, se tiene que plantear la trama y luego una se atasca repetidas veces y piensa que jamás podría salir de tal enredo… ¡pero sale! Escribir no es muy divertido que digamos. Resulta un trabajo tan pesado como cualquier otro.
[…]
―Debe ser estupendo sentirse capaz de imaginar cosas ―observó Rhoda.
―Eso para mí resulta fácil ―dijo la señora Oliver alegremente―. Lo pesado es escribirlas. Cuando pienso que ya he terminado, cuento lo que he hecho y entonces me percato de que solo he escrito treinta mil palabras en lugar de sesenta mil. Por lo tanto, no me queda más remedio que introducir un nuevo asesinato en la obra y hacer que rapten a la heroína por segunda vez. Resulta muy aburrido.
Pero volvamos a la frase que dio origen a esta entrada (que guarda relación con esta de Umberto Eco) y que concluye con una mención a los dos detectives, al de ficción (Poirot) y al de ficción dentro de la ficción (el finlandés Hjerson). El superintendente Battle se dirige al primero ―del que, por cierto, se suele pensar que es francés, en vez de belga―:
―¿Cree usted que él hubiera sido capaz de hacer hablar a esa señora?
Poirot respondió lentamente:
―Creo que eso fue lo que sucedió.
―¿Por qué lo dice? ―preguntó Battle vivamente.
―Por una observación casual que me hizo el señor Despard.
―Se fue de la lengua, ¿verdad? No me parece cosa de él.
―Mi querido amigo; es imposible no irse de la lengua… a menos que nunca se abra la boca. La palabra es el revelador más seguro.
―¿Aunque la gente mienta? ―preguntó la señora Oliver.
―Sí, madame; porque puede verse en seguida que está usted diciendo una clase determinada de mentira.
“Desde luego, mi detective es imbécil, pero a la gente le gusta”
―Me hace usted sentir terriblemente incómoda ―dijo la novelista levantándose.
El superintendente Battle la acompañó hasta la puerta y le estrechó efusivamente la mano.
―Se ha llevado usted el premio, señora Oliver ―dijo―. Es usted mejor detective que su larguirucho héroe lapón.
―Finlandés ―corrigió la mujer―. Desde luego, es imbécil, pero a la gente le gusta. Adiós.
―Debo irme también ―dijo Poirot.