No, no es algo que le haya oído al empleado de una oficina bancaria florentina al denegar un crédito. Fue Aleksandr Pushkin (1799-1837) el autor de esta retorcida a la par que elegante justificación, que figura en La dama de picas. El hombre algo sabía de deudas, en parte por su afición al juego, que es de lo que trata el relato. Sin embargo, la temprana muerte del escritor ―uno de cuyos discípulos literarios fue Dostoyevski, el de El jugador― se debió a la defensa de su esposa, Natalia Goncharova, que según se cuenta fue la otra parte causante de las ingentes deudas acumuladas por el moscovita, quien se veía obligado a mantener a dos hermanas solteras de la mujer y a pagar las frecuentes y lujosas fiestas que organizaba. Pero Pushkin no tuvo que defender a Goncharova de nada relacionado con el dinero, sino con la maledicencia instigada por el zar, que según dicen utilizó esa taimada vía para desprestigiar al escritor, al que temía por sus ideas políticas. El caso es que lo mató en un duelo a pistola un tirador profesional que se batió en nombre de un barón que le había llamado cornudo en un panfleto anónimo. Aunque era anónimo, Pushkin dedujo la autoría del barón, al parecer, por el estilo. Normal que saliesen de su pluma frases tan retorcidas, a la par que elegantes.
Así empieza La dama de picas:
Un día, en casa del oficial de la Guardia Narumov, jugaban a las cartas. La larga noche de invierno pasó sin que nadie lo notara; se sentaron a cenar pasadas las cuatro de la mañana. Los que habían ganado comían con gran apetito; los demás permanecían sentados ante sus platos vacíos con aire distraído. Pero apareció el champán, la conversación se animó y todos tomaron parte en ella.
―¿Qué has hecho, Surin? ―preguntó el amo de la casa.
―Perder, como de costumbre. He de admitir que no tengo suerte: juego sin subir las apuestas, nunca me acaloro, no hay modo de sacarme de quicio, ¡y de todos modos sigo perdiendo!
―¿Y alguna vez no te has dejado llevar por la tentación? ¿Ponerlo todo a una carta?… Me asombra tu firmeza…
―¡Pues ahí tenéis a Guermann! ―dijo uno de los presentes señalando a un joven oficial de ingenieros―. ¡Jamás en su vida ha tenido una carta en las manos, nunca ha hecho ni un pároli, y, en cambio, se queda con nosotros hasta las cinco a mirar cómo jugamos!
―Me atrae mucho el juego ―dijo Guermann―, pero no estoy en condiciones de sacrificar lo imprescindible con la esperanza de salir sobrado.
―Guermann es alemán, cuenta su dinero, ¡eso es todo! ―observó Tomski―. Pero si hay alguien a quien no entiendo es a mi abuela, la condesa Anna Fedotovna.
―¿Cómo?, ¿quién? ―exclamaron los contertulios.
―¡No me entra en la cabeza ―prosiguió Tomski― cómo puede ser que mi abuela no juegue!
―¿Qué tiene de extraño que una vieja ochentona no juegue? ―dijo Narumov.
―¿Pero no sabéis nada de ella?
―¡No! ¡De verdad, nada!
―¿No? Pues escuchad: