No me digas que no se te acelera el pulso, que no te hierve la sangre, que no te subes por las paredes y te das cabezazos al leer este título. ¿Qué es para su autor el lenguaje literario? ¿El lenguaje políticamente correcto? ¿El cartelito de la habitación de un hotel?
El autor es Bernardo Atxaga, que puso la frasecita al final del volumen de cuentos Obabakoak (1993). Pero donde vi la cita y se me aceleró el pulso de modo alarmante fue en un texto del académico de la Lengua José Antonio Pascual, escrito para prologar Estilo rico, estilo pobre (2015), de Luis Magrinyà. Un poco más adelante, en la introducción que firma el autor del libro, empezó a hervirme la sangre con el siguiente pasaje:
Uno de los fenómenos más atacados hoy por los prescriptores y amigos de los prescriptores es, por ejemplo, la neutralización que parece darse entre los verbos oír y escuchar. Y, sin embargo, la neutralización existe (unos aplican indistintamente ambos verbos), y convive con su condena (otros insisten en que escuchar debe reservarse para cuando significa “oír con atención”).
¿Otros insisten? ¿La neutralización que parece darse? Calmémonos un poco. Se trata solo de una presentación. Quizá el objetivo del despiadado Luis Magrinyà sea ese, ponernos de los nervios para luego zanjar la cuestión con la contundencia que lo distingue. De modo que continué con la lectura sin demasiados contratiempos hasta que llegué al capítulo 6 (Sonido y ruido):
¡El policía estilístico Magrinyà se aliaba con el delincuente lingüístico Pascual!
José Antonio Pascual, en su libro No es lo mismo ostentoso que ostentóreo (Espasa, Madrid, 2013), ha quitado hierro, con cierto escándalo para algunos, a la confusión tantas veces recriminada entre los verbos oír y escuchar. Después de documentar lo muy antigua que es en español esta confusión y lo mucho que abunda entre los escritores de hoy, concluye que «no debemos asustamos» si vemos que «la distinción de estos verbos acaba reduciéndose a combinaciones estereotipadas». Aquí hay que entender «estereotipadas» por idiomáticamente «convencionales» […]: es decir, que probablemente oír y escuchar acaben conservando únicamente sus «genuinas» diferencias de significado en ciertos contextos. Dice Pascual: «si nos empeñáramos en no apearnos de la lógica [o sea, en condenar cualquier uso de escuchar que no signifique “oír con atención”], parecería que prestamos más atención escuchando detrás de una puerta que la que habríamos de poner oyendo misa».
Aquí es cuando me subí por las paredes.
¡El policía estilístico Magrinyà se aliaba con el delincuente lingüístico Pascual en la criminal equiparación de los verbos escuchar y oír! ¡En un libro, para más inri, subtitulado Todas las dudas: guía para expresarse y escribir mejor! Y con el peregrino argumento ―e indocumentado, como se verá― de que oír misa supone prestar más atención a lo que dice el cura que cuando escuchamos detrás de una puerta (puede que al mismo cura).
Pensé que tal vez Magrinyà se sentía en deuda con José Antonio Pascual, que, además de prologarle el libro, fue su jefe cuando trabajó en la Real Academia Española (RAE) como lexicógrafo entre 1989 y 1998, en la redacción de la 22.ª edición del Diccionario de la lengua española (DLE). Pero, aun así, me resultaba inconcebible que al insobornable Magrinyà, a quien le produce “una extraña sensación ―parecida al escalofrío― que alguien inquiera la edad de un mozalbete”, no se le nublase el entendimiento ni se le removiesen las vísceras ante tales desatinos. Y que, por tanto ―gratitudes al margen―, no le pusiese las cosas en su sitio al conspicuo miembro de la Real Academia Española que, escudado en una conveniente selección de usos incorrectos de personas cultas ―ya volveremos sobre eso―, asegura tan campante: “Ejemplos como estos me animan a no militar contra estas confusiones”.
¡Si Fernando Lázaro Carreter (1923-2004) levantase la cabeza! El filólogo aragonés, que dirigió la RAE entre 1992 y 1998, sí que militó con arrojo ―sin preocuparse de si molestaba o no― “contra estas confusiones”. Primero, explicando con paciencia por qué escuchar y oír no siempre significan lo mismo:
Un querido colega causó el estupor de un conferenciante que preguntó al público si se le escuchaba bien desde el fondo del salón: «Por aquí lo estamos escuchando, pero no lo oímos», fue su respuesta. No cabe más sucinta y didáctica explicación de lo que impide la sinonimia entre los verbos oír y escuchar: este añade al primero la nota de deliberación y de atención que se pone al oír. La Academia definía así escuchar en 1732: «Oír con atención y cuidado», y en 1992: «1. Aplicar el oído para oír – 2. Prestar atención a lo que se oye». Son las acepciones que corresponden respectivamente a usos como «creo que Rosendo intenta escucharnos» y «nunca me escuchas cuando te hablo». […] Esa distinción significativa, que proviene del latín (audire y auscultare), se ha mantenido hasta ahora en todas las lenguas románicas (ouïr, entendre-écouter; udir-ascoltare; ouvir-escutar; oir, sentir-escoltar, etc.). Pero en la nuestra sufre un violento ataque confundidor.
El atacante no es un filólogo, lexicógrafo y catedrático de la Lengua cualquiera
Un “violento ataque confundidor” que capitanea el salmantino José Antonio Pascual desde el momento en que lo jalea en No es lo mismo ostentoso que ostentóreo. Y resulta que el atacante no es un filólogo, lexicógrafo y catedrático de la Lengua Española cualquiera, no. Pascual fue vicedirector de la RAE entre 2008 y 2015, y director de uno de los proyectos de mayor envergadura del organismo, el Nuevo diccionario histórico del español. El enemigo está en casa, al servicio de “incompetentes medios” que “siguen confundiendo obstinadamente los usos de escuchar y oír”, “haciendo pasar el idioma de la papilla al albañal”, en expresiones de Lázaro Carreter, que advierte por qué el uso no legaliza las incorrecciones:
Pues claro que esa sinonimia se produce en el uso vulgar, no es reciente y aparece en escritos más o menos literarios […]: el uso confunde esos vocablos, y un diccionario de uso como el de Seco no tiene más opción que registrarlos. Pero ello no autoriza a que una ley beatifique la pérdida de precisión expresiva que ocasionan tan irreflexivas sinonimias. No necesitan ayuda para triunfar, por su vulgaridad, y el diccionario académico acabará entrándolas bajo palio. Actúan ahí las dos fuerzas que pugnan en el vivir de las lenguas, bien definidas por Saussure: la centrípeta, opuesta a los cambios, y la centrífuga, que normalmente prescinde de las perfecciones alcanzadas por los hablantes con el paso de los siglos, y las reduce o elimina, tal como ocurre en el caso de las toscas equivalencias señaladas. Resulta forzoso innovar en el idioma para vivir con nuestro tiempo; pero debemos esforzarnos ―la escuela, la universidad, las academias, los parlamentos― por evitar que se nos hagan más indistintos los conceptos y más chicos los cerebros.
El aragonés, autor de El dardo en la palabra, tuvo que aclarar, años antes de que volviese a embrollarnos José Antonio Pascual ―y eso que es un experto en “combinaciones estereotipadas” o convencionales―, que la expresión oír misa es una acuñación léxica que va más allá del significado de oír. Al hilo de una frase pronunciada por una locutora de TVE, que dijo que la familia real había escuchado misa en la Clínica Universitaria de Pamplona, Lázaro Carreter escribió:
Hay cosas que se pueden oír sin oír, como la misa: un sordo que asista a ella la oye, aunque no pueda escuchar nada. Y es que si, en su origen, esa acuñación léxica aludía, efectivamente, al hecho de oír los latines normalmente no entendidos del oficiante, y, por eso, solo oídos, pasó después a designar, como el diccionario recoge, la acción de asistir al sacrificio, conforme al mandamiento de la Iglesia cuya acuñación antigua ordenaba «oír misa entera los domingos y fiestas de guardar». Precepto que no hace excepción de los tenientes, ya que ellos también pueden cumplirlo. Lo oído y escuchado por TVE confirma cómo los débiles de lengua consideran más refinadas las palabras largas que las cortas, y, por tanto, que, para ellos, escuchar misa es algo que conviene al rango de la familia real más que oírla.
“No importa lo que digas mientras lo digas con palabras largas y cara larga”
Para el exdirector de la RAE, la aberración escuchadora se encuadra en la preferencia por las palabras estiradas, documentada exhaustivamente por Aurelio Arteta. Como escribe el autor de Tantos tontos tópicos, “ante el temor a empequeñecer, nos encampanamos en nuestros vocablos y acabamos la mar de satisfechos en la grandilocuencia”.
Así que escogeremos siempre ejercitar en lugar de ejercer, complementar por completar, cumplimentar por cumplir, señalizar por señalar, climatología por clima o tiempo, metodología por método, y problemática por problema. […] Donde estén las motivaciones que se quiten los motivos, no va usted a comparar, y qué es un límite al lado de una limitación, y un escueto valor si se lo mide con la más sonora valoración, por no mentar la valorización…
Cita Arteta el epigrama de Chesterton: “No importa lo que digas mientras lo digas con palabras largas y cara larga”. Y Carreter sentencia: “Desde el latín vulgar, la desnutrición idiomática prefiere lo largo a lo corto”.
Lázaro Carreter se toma la inicua confusión oír/escuchar como algo personal, con apreciables consecuencias físicas (dijo que la sufría como una “lapidación”, que se le “erizaba el pelo”, que se ponía “convulso” ante “la acongojante sordera” que estaba “asolando los tímpanos hispanos”). No es el único. Otro ilustre académico y escritor, Javier Marías, arremete con una furibunda y comprensible diatriba contra los que cometen tal monstruosidad, reconociendo que lo “saca especialmente de quicio”. Y eso que el autor de Tomás Nevinson ha “sentido sacudidas que habrían quemado los cables electrodérmicos al leer cosas como «todos estaban al pendiente de lo que se decía», o «ella sostenía sus ojos abiertos», […] o «este sitio no me gusta un comino»”. Luego explico lo de los cables electrodérmicos, pero antes sigamos con lo que dice Marías de escuchar por oír, el imperdonable crimen de léxica majestad :
Resulta difícil determinar cuándo los cursis horteras (no son términos excluyentes, sino que con frecuencia van juntos) decidieron que el verbo oír era “malsonante” o por lo menos no “fino”, algo tan absurdo como dictaminar lo mismo respecto al verbo ver. A diferencia de cien mil otras aberraciones, esta no procede del inglés mal traducido: en esa lengua aún se distingue perfectamente entre to hear y to listen, oír y escuchar respectivamente.
Sintió sacudidas al leer cosas como «ella sostenía sus ojos abiertos»
Después de calificar la horrísona confusión como un “signo de nuestros tiempos (tiempos inútiles, sin interés y sin avance)”, y de avergonzarse de tener que explicar las diferencias entre los dos verbos (“Las explosiones, los tiros, los ruidos inesperados, los alaridos, el despertador, así pues, no se escuchan, sino que se oyen. Su sonido alcanza los oídos, independientemente de que estos quieran o no oírlo”), el académico concluye:
De lo que no me cabe duda es de que son pretenciosos catetos los que lo “escuchan” todo, hasta el grito de una persona o el ladrido de un perro en mitad de la noche. O viceversa, que todo puede llegar a ser, al paso que vamos.
Como pone de relieve el eximio periodista-lingüista Álex Grijelmo, Fernando Lázaro Carreter también fustigó otras “sinonimias desalmadas”, como la de detentar por “poseer, tener, conservar, gozar de o mantener, esto es, privada del rasgo semántico «sin derecho»”. Lázaro Carreter recuerda que ya “en 1958, la Academia Argentina de Letras llamó oficialmente la atención contra tal abuso. A los dicharacheros de allí, como a los de aquí, pareció no importarles que, cuando se decía de alguien que detentaba un cargo, se afirmaba en realidad que lo usurpaba”. Y concluye que “el uso actual de detentar es una neología absolutamente inútil. Los juristas van a quedarse sin una pieza que necesitan, y los no juristas poseemos otras para decir mejor lo que queremos. Hay una tendencia generalizada en todo a destruir matices, a mellar filos, a rematar las cosas con rebordes gordos. Es lo fácil, lo rebañego, lo espeso; lo que gusta”.
Pero la sinonimia desalmada que más le dolió a Lázaro Carreter fue la que nos ocupa:
[El uso erróneo de escuchar por oír] constituye mi mayor desengaño; emprendí hace mucho una cruzada contra la confusión, y no he podido con la conjura de infinitos radiofonistas, destructores del distintivo entre ambos verbos, esto es, de la nota “con atención” que aporta escuchar. Se puede oír sin escuchar y, a la inversa, se puede escuchar sin oír apenas cuando, por ejemplo, se escoña ―está en el Diccionario― la megafonía, y se hacen vanos esfuerzos por enterarse.
Pascual, erre que erre, puede que para no molestar a los infractores, también se muestra partidario de que el DLE sancione la falsa sinonimia de detentar y usurpar. Por el momento no ha tenido éxito, pese a que se ha ocupado de reunir usos incorrectos de insignes autores para avalar su propuesta. En la otra sinonimia maldita, en cambio, ese absurdo argumento de autoridad ha calado ya en el Diccionario panhispánico de dudas (DPD), editado por la RAE ―puerta de entrada al Diccionario―, que dice la siguiente atrocidad sobre escuchar:
Menos justificable es el empleo de escuchar en lugar de oír, para referirse simplemente a la acción de percibir un sonido a través del oído, sin que exista intencionalidad previa por parte del sujeto; pero es uso que también existe desde época clásica y sigue vigente hoy, en autores de prestigio, especialmente americanos, por lo que no cabe su censura.
Para apoyar su terrible y espantosa dejación, el DPD reproduce un error cometido por Cervantes ―o por su editor, vete a saber―: «Su terrible y espantoso estruendo cerca y lejos se escuchaba» (Persiles, 1616).
¿O sea, que, si Cervantes se equivoca, acierta? ¿Pero qué mierda de método científico es ese de rebuscar usos idiomáticos incorrectos de personas cultas para legalizarlos? ¿Por qué no se recurre a los usos atinados de esos mismos autores, que seguro que los habrá, y muchos más, infinitamente más? (En Obabakoak se escucha una explosión, cierto, pero solo una en casi 400 páginas.) Es como si se seleccionasen las pifias de reconocidos matemáticos ―si se buscan, se encuentran― para impugnar teoremas. O los errores de eminentes médicos para demostrar que las terapias alternativas son igual de válidas que la medicina científica. ¡Viva la homeopatía lingüística!
Vamos, que si las personas ―supuestamente― cultas hablan y escriben con el culo, hay que contemporizar, y hasta imitarlas, y no preocuparse por hablar y escribir con el culo. En todo caso, prohibido atacar sus culismos. Quizá sí sus cultismos, que eso resulta pretencioso y hasta agresivo con los que no los entienden.
Cuánta ira hacia esos académicos indulgentes o simplemente apáticos
No me digas que no te invade la congoja al conocer el triste sino del empeño antisinonímico del autor de El nuevo dardo en la palabra: instalado ya en el Panhispánico, llamando al timbre del Diccionario de la Lengua, avalado por un filólogo sabio como José Antonio Pascual… Y, al mismo tiempo, cuánta indignación, cuánta ira, cuánta inquina hacia esos académicos indulgentes, negligentes o simplemente apáticos. Si me aplicasen ahora en los brazos y las yemas de los dedos los cables electrodérmicos de los que hablaba Javier Marías, también los fundiría. Esos cables se utilizaron en un experimento para estudiar las reacciones que producen las obscenidades. Natalie Angier, en The New York Times, cuenta que:
Los participantes dan muestras de una excitación instantánea. Sus patrones de conducta cutánea aumentan, se les eriza el vello de los brazos, se les acelera el pulso y la respiración es superficial. Curiosamente, señala Kate Burridge, catedrática de Lingüística de la Universidad de Monash, en Melbourne (Australia), se da una reacción similar entre los estudiantes universitarios y otros que se enorgullecen de ser cultos cuando escuchan un error gramatical o expresiones de argot que ellos consideran irritantes, analfabetas o sin clase. “La gente puede ser muy apasionada con el lenguaje, como si se tratara de un artefacto preciado que debe ser protegido a toda costa contra las depravaciones de bárbaros y ajenos al léxico”.
Algo así sentía el escritor Alberto Olmos al escuchar de labios de la política Irene Montero que “no se dice guardería, se dice escuela infantil”: “Un malestar”, contaba, “luego estupor, luego cabreo, luego indignación rampante se fue apropiando de mi cordura. ¿Cómo que no se dice guardería? ¿Cómo que «no se dice»?”. Y terminaba:
Por otro lado, casi nadie dice “guardería”, sino “guarde”, por la lógica economizadora del habla coloquial. Me abruma ―y apena― pensar en una sociedad en la que cientos de miles de padres empezarán a sufrir reproches de otros padres (y hasta de gente sin hijos) cuando, tomando un café a media mañana, se les ocurra decir “guarde” y no “escuela infantil”, dos sílabas en lugar de seis. ¿Es necesario tanto dolor, nuevas fricciones gratuitas, la fatua prepotencia del enterado de turno? ¿Por qué?
Por cierto que, de nuevo, nos topamos con el “refinado” alargamiento del que hablan Carreter, Arteta y Chesterton.
No quiero acabar esta penosa historia sin un atisbo de esperanza. En una entrevista periodística, a la cuestión de cuál es su palabra preferida, José Antonio Pascual responde que “añorar”, y a continuación, sin que se le pregunte, agrega: “Y detesto implementar. No tengo argumentos sólidos para explicar a qué se debe, pero me horroriza”.
Las citas provienen de artículos periodísticos de Javier Marías publicados en su blog y en El País, de una columna de Alberto Olmos publicada en El Confidencial, y de los libros mencionados de Fernando Lázaro Carreter (El dardo en la palabra y El nuevo dardo en la palabra), José Antonio Pascual (No es lo mismo ostentoso que ostentóreo. La azarosa vida de las palabras) y Luis Magrinyà (Estilo rico, estilo pobre. Todas las dudas: guía para expresarse y escribir mejor).