Sherlock Holmes, el detective creado por Arthur Conan Doyle, llega a esta conclusión en el relato corto titulado La liga de los pelirrojos (1891). Poco antes, Watson, el narrador de la historia, explica sus baldíos intentos “por interpretar”, como le había visto hacer tantas veces a Holmes, “cualquier indicio que ofrecieran las ropas o el aspecto” de un nuevo cliente, Jabez Wilson, que acaba de entrar en su despacho. Los esfuerzos de Watson, como es natural, no pasan desapercibidos “para los atentos ojos de Sherlock Holmes”, que, sonriendo, saluda así a Wilson:

―Aparte de los hechos evidentes de que en alguna época ha realizado trabajos manuales, que toma rapé, que es masón, que ha estado en China y que últimamente ha escrito muchísimo, soy incapaz de deducir nada más.
El señor Jabez Wilson dio un salto en su silla, manteniendo el dedo índice sobre el periódico, pero con los ojos clavados en mi compañero.
―¡En nombre de todo lo santo! ¿Cómo sabe usted todo eso, señor Holmes? ―preguntó.
Holmes le explica las cinco deducciones una por una, y es entonces cuando:
El señor Jabez Wilson se echó a reír sonoramente.
―¡Quién lo iba a decir! ―exclamó―. Al principio me pareció que había hecho usted algo muy inteligente, pero ahora me doy cuenta de que, después de todo, no tiene ningún mérito.
―Empiezo a pensar, Watson ―dijo Holmes―, que cometo un error al dar explicaciones. Omne ignotum pro magnifico, como usted sabe, y mi pobre reputación, en lo poco que vale, se vendrá abajo si sigo siendo tan ingenuo.
Como se desprende del contexto, la expresión latina “omne ignotum pro magnifico” significa algo así como “todo lo incógnito (lo secreto) es magnífico”, idea en la que abundan los insignes Agatha Christie y Umberto Eco.