El éxito es sobrevivir: esa es una definición suficientemente buena para mí
Leonard Cohen
El diario británico The Guardian hizo en 2007 una de esas estúpidas listas de las 10 mejores playas del mundo. El primer puesto lo ocupaba la playa de Rodas, en las islas Cíes. Ahí, en ese arenal paradisiaco, termina La gabardina azul. Pero no, no termina con los protagonistas plácidamente tumbados al calor del sol en un sereno atardecer estival. El último acto de esta vibrante novela negra tiene lugar en invierno, de noche y con frío, con mucho frío. Yo estaba tiritando.
El debut del orensano Daniel Cid en la ficción literaria es, desde luego, un thriller oscuro, pero también luminoso. Aquella noche había luna llena.
El comienzo se atiene a la regla del individuo corriente que se ve inmerso en una intriga amenazante sin comerlo ni beberlo. Bueno, esto último es inexacto
Y la historia empieza de mañana. A unos 14 kilómetros de la playa de Rodas, en la ciudad de Vigo. El comienzo se atiene a la regla-treta hitchcockiana del individuo corriente que se ve inmerso en una intriga desconocida y amenazante sin comerlo ni beberlo. Bueno, esto último es inexacto. Y, como vamos descubriendo, tampoco existe el Macguffin tal como lo definió Hitchcock, porque aquí el Macguffin es real, o sea, que sí existe, no sé si me explico.
Roberto Sánchez, el protagonista masculino de La gabardina azul (una historia adictiva), despierta con la sensación de que el día anterior pasó algo que su subconsciente, con buen criterio, prefiere no recordar. Sin embargo, a pesar de la imponente resaca, no lo consigue del todo, pues hay gente empeñada en levantar el velo. Como la joven y decidida Silvia. O el mismo Roberto, angustiado por las lagunas de su memoria. Que no son nuevas.
Así nos enteramos de que Roberto es un adicto ―al alcohol, a la coca― que decidió dejarlo hace años, si bien no logra evitar recaídas periódicas y bestiales. Una de ellas es la que desencadena la historia que cuenta La gabardina azul, que va enredando a Silvia y Roberto en un metódico embrollo por el que desfilan estrambóticos y temibles personajes del submundo vigués de la droga y la prostitución.
Ahora voy a divagar un poco sobre una de las cosas que más me gustan de la novela. Roberto narra los hechos en primera persona, pero no atormenta a los lectores con sus tormentos, con sus pensamientos dolientes y hondamente torturados. Si comprendemos su caída a los infiernos es por sus salidas de tono, por su indomable sentido del humor, porque en las situaciones más adversas siempre encuentra el lado cómico que tienen las situaciones más adversas, aunque normalmente no lo veamos porque nos complacemos con el infortunio. Porque se burla de sí mismo y es capaz de hacernos reír con sus desgracias después de lograr que las hagamos nuestras.
Aunque esté metido en un lío descomunal ―tanto interior (por sus adicciones) como exterior (por lo que le sucede)― que se va complicando a medida que avanza la lectura, la sensación que nos transmite la novela es gozosa. Y no lo digo porque nos encante contemplar el sufrimiento ajeno, que también.
Pese a todo, la sensación que nos transmite la novela es gozosa. Y no lo digo porque nos encante contemplar el sufrimiento ajeno, que también
Sí, el protagonista tiene motivos de sobra para estar deprimido. Lo vemos, lo palpamos, lo sentimos. Porque nos cuenta esos motivos, se sincera brutalmente, no oculta nada. Porque nos describe sus fallos y sus terribles consecuencias con minucioso y detallado desparpajo. Está, por tanto, en los antípodas de los típicos personajes torturados que no dejan pasar la oportunidad de hacernos ver que les acecha una pena muy honda, que no revelan porque no son seres débiles y no quieren que nos apiademos de ellos. O quizá porque es un antiguo secreto íntimo y vergonzoso. O porque son poco comunicativos. Así nos mantienen en ascuas: cuál será esa aflicción que los quema por dentro, nos preguntamos intrigados ante su rictus dolorido, pero contenido.
Pues qué quieres que te diga. A mí me trae sin cuidado ese héroe profundo, complejo y enigmático tan aplaudido por los críticos. Y tan insoportablemente insufrible. Vaya, ya sé que cargas con problemas tremendos, y quién no; qué personaje de ficción no los tiene: hasta los más planos ocultan aristas. Pero no me des el coñazo con tus silencios, tío multidimensional, y vete a un psicólogo. Como diría Libertad (de Mafalda), sé simple.
Roberto no se calla, lo escupe todo con una escritura rápida, cortante, sardónica. Diáfana, simple, sin concesiones descriptivas.
No me resisto a añadir una crítica de carácter estrictamente personal, impropia de la objetividad que distingue a la sección Libros amigos. En la novela abundan las referencias cinéfilas y seriéfilas, con opiniones entregadas. No voy a discutir aquí ninguna de ellas, faltaría más, y no porque Roberto sea un personaje de ficción (no tengo esa clase de prejuicios contra los personajes de ficción). Lo que me molesta es la redundancia, esa doble referencia a la serie The Wire que, con su fingido y tramposo aire de neutralidad informativa, rebasa la pleitesía. La serie no es que esté mal, en líneas generales ―puedo hablar de las tres temporadas que he visto―, pero no es para tanto. ¡Ni mucho menos!
Bueno, como el autor, Daniel Cid, es un querido sobrino, lo dejaré correr.
La gabardina azul
Daniel Cid
Ediciones B (Plan B), 192 páginas
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