La cita es de El asesinato en 10 sencillas lecciones (Murder in ten easy lessons), del estadounidense Fredric Brown (1906-1972). Quizá Borges leyó a Brown y supo que escribiría El muerto, uno de los relatos de El Aleph (1949), donde se refiere la historia de Benjamín Otálora desde que, a los 19 años, lo acoge una banda uruguaya de delincuentes y gradualmente trata de suplantar al cabecilla, Azevedo Bandeira. En el cuento de Fredric Brown, publicado por primera vez en 1945 como Ten Tickets to Hades en la revista Ten Detective Aces (10 historias, 10 centavos), Duke Apestoso Evans ingresa a los 15 años en una banda yanqui capitaneada por Nick Chester, a quien también intenta suplantar gradualmente. Ambos, Benjamín y Duke, corren suertes parecidas, aunque Bandeira resulta ser más refinado y paciente que Chester. Por cierto, el maestro argentino dice que el capítulo XXIX de la Historia de la decadencia y caída del Imperio romano “narra un destino parecido al de Otálora, pero harto más grandioso y más increíble”. Quizá Brown también había leído la magna obra de Edward Gibbon.
Pesadillas y Geezenstacks recopila 47 cuentos de Brown aparecidos entre 1941 y 1961 en los que predominan la ciencia ficción, el terror y el humor. El asesinato en 10 sencillas lecciones, aunque no llega a las 3.000 palabras en español, está entre los cinco más largos. El libro es un banquete para los aficionados a los relatos breves, que pueden disfrutar de varias obras maestras, unas cuantas extraordinarias y muchas magníficas. También, unas pocas regulares o ininteligibles que solo pueden deberse, a mi fanático juicio, a erróneas y apresuradas traducciones.
Brown escribió una treintena de novelas, la mayoría de intriga y policiales, y solo cinco de ciencia ficción (la prodigiosa Universo de locos entre ellas). Paradójicamente, como es lógico en un autor de su estilo, reconocía que las de ciencia ficción eran sus predilectas ―“son las que menos me duele escribir”― porque
La fantasía científica, dando mayores límites a la imaginación e imponiendo menos reglas y restricciones, se acerca más que ninguna otra clase de novela a poder expresar el verdadero arte del escritor.
Pero su arte se manifestaba sobre todo en las historias breves (firmó unas 150), quizá porque era muy consciente de que
Leer un libro es casi como escuchar al hombre que lo escribió dirigiéndose a ti. En cierto modo es mejor, porque no te obliga a ser amable con él. Puedes cerrarlo y hacerlo callar en el momento en que te apetezca y dedicarle tu tiempo a otro.
Cuanto más corta es la narración, menos tiempo tiene el lector para dejarla
Son palabras de Doc Stoeger, copropietario del periódico Carmel City Clarion, protagonista de una de sus novelas negras más celebradas, La noche a través del espejo (Night of the Jabberwock, 1951). Desde luego, cuanto más corta sea la narración, menos tiempo tiene el lector para abandonarla. O, según el punto de vista de Poe, “toda obra literaria se impone un límite preciso en lo que concierne a su extensión: el límite de una sola sesión de lectura”, pues “si la lectura se hace en dos veces, las actividades mundanas interfieren destruyendo al punto toda totalidad”.
Una explicación menos técnica es la de Elizabeth Brown, su segunda esposa: “Fred odiaba escribir. Pero adoraba haber escrito”. ¿Y qué mejor forma de minimizar el odio y prolongar el placer que con la escritura de microcuentos? En esta idea ahondaba el propio autor al prologar Amo del espacio (1951): “Ninguna de estas historias fue escrita porque yo disfrutara al escribirlas, aunque me haya sentido muy satisfecho después de haberlas escrito”. Y añadía: “¡Ojalá que disfrutes tanto leyéndolas como yo he disfrutado al cobrar los cheques que me han pagado por ellas!”.
Sospecho que el empeño de Brown en idear microrrelatos se debe a la inclinación natural de su genio literario, pues durante mucho tiempo las revistas populares donde colocaba sus obras le pagaron a tanto la palabra, y no es que nadase en la abundancia. O quizá temía ganar lo suficente para tener que plantearse una dedicación exclusiva a la escritura, como apuntó el escritor de terror y ciencia ficción Robert Bloch (Psicosis), que recordaba que, pese a sus éxitos iniciales, Brown tardó mucho tiempo en dejar su empleo de corrector de pruebas. “Como verdadero hijo de la Depresión, apreciaba el valor de la seguridad y la experiencia, y Fred no quiso renunciar a unos ingresos seguros por la inseguridad de la carrera de escritor independiente”.
Ahora bien, siendo como era un maestro del relato breve y extrabreve, ¿se puede considerar a Fredric Brown como el autor de una de las historias más cortas de las que se tiene noticia? Por ahí (es decir, por Internet), circula una de la que me gustaría hablar largamente. Pero antes de que se me olvide, y ya que en Internet estamos, voy a arriesgarme a hacer ―atención― una lista con
Los diez mejores microrrelatos de Fredric Brown (¡de menos de 5.000 palabras!)
- Pesadilla gris (442 palabras). Inolvidable obra maestra del terror que nos acecha en los momentos más placenteros. Ya he mencionado en otra ocasión, al hablar de Oliver Sacks, el estremecedor ―a posteriori― comienzo: “Se despertó sintiéndose maravillosamente bien, bajo el cálido y brillante sol de primavera”. ¿Y qué me dices del brutal “soñé que era viejo” de Aemon Targaryen (Juego de Tronos) en su lecho de muerte a los 102 años? ¿No recuerdas dónde dejaste las llaves, o el nombre de esa actriz tan conocida? ¿O tal vez, como Aemon Targaryen en su lecho de muerte, soñaste que eras viejo? ¡Ummm! (¿O quizás ¡ajjj!?).
- Espectáculo de marionetas (3.885). ¿De verdad que no somos nada racistas? Dice Robert Bloch que “si no hubiera escrito nada más que Espectáculo de marionetas, tendríamos razón para agradecer la contribución de Fredric Brown a la ciencia ficción”.
- Pesadilla azul (655). Otra inmersión inigualable en el terror cotidiano. Cualquiera con la sangre fría suficiente ―¡y qué difícil tenerla en este caso!― diría que el padre hizo lo mejor que podía haber hecho. Así que, si aún no sabes nadar, ¿a qué esperas para aprender?
- Los grandes descubrimientos perdidos III. La inmortalidad (540). Una prueba de que no solo hay que tener mucho cuidado con lo que se desea, sino con lo que se ha conseguido.
- No sucedió (5.019). “¡Dios mío, así que ella debía de ser real!”, dice Lorenz Kane, que meses antes había abrazado el solipsismo. “Es la creencia de que todo el universo es producto de la imaginación; en este caso, mi imaginación”, le explica a su abogado. “Es la creencia de que yo soy la única realidad concreta y de que todas las cosas y todas las personas solo existen en mi mente”. Por lo visto, el archivo de realidad es más complejo.
- Pesadilla amarilla (698). Cuando el homenajeado aparece con un objeto engorroso entre manos, las fiestas sorpresa pueden hacer algo mucho peor que avergonzarlo delante de familiares y amigos.
- La sala de los espejos (2.202). Una máquina que “no permite los viajes a través del tiempo tal como los habíamos imaginado, pero nos proporciona una especie de inmortalidad”. “¿Es algo bueno?”, le pregunta el inventor al estupefacto y amnésico probador.
- Respuesta (277). En cuanto la ponen en marcha, la máquina, que procesa “todos los conocimientos de todas las galaxias”, responde sin vacilar a la primera pregunta que le formulan: “¿Existe Dios?”.
- El cumpleaños de Granny (815). En la fiesta del octogésimo cumpleaños de Granny, “todos los presentes, a excepción de Smith y otro hombre, se apellidaban Halperin”. A Smith le agradaban todos ―los trece― Halperin, y seguramente era correspondido. Pero no dejaba de ser un Smith en un mundo de Halperin.
- Flota vengadora (850). No destripo este relato circular sobre los viajes en el tiempo si transcribo la frase con la que concluye: “El pasado no puede alterarse”. Aunque venga del futuro. O del pasado, no sé bien. Qué mareo.
La máquina responde sin vacilar a la primera pregunta: “¿Existe Dios?”
El número de palabras de los cuentos está tomado de esta documentadísima página en español sobre el autor de Marciano, vete a casa. No sé hasta qué punto sus cálculos son exactos, pero le concedo un margen de error del 1%, lo que, para aviso de lectores quisquillosos, permite incluir en el listado No sucedió. Aun así, por si las moscas, agrego no uno ni dos, sino otros tres grandes títulos de menos de 1.000 palabras:
- Segunda oportunidad (709), donde se fabrican androides para reproducir, no sin cierta incertidumbre, acontecimientos deportivos de épocas pasadas;
- Los grandes descubrimientos perdidos I. La invisibilidad (726), una formidable destreza que como veremos sirve de muy poco en la oscuridad, y
- Rebote (826), en el que un tipo vulgar recibe un poder sobrenatural (sí, como el protagonista de El Aleph).
Dice Carlo Frabetti, escritor y prologuista de antologías de ciencia ficción en Editorial Bruguera, que “es fácil comprender el impacto de Brown en un aspirante a escritor de cuentos cortos, pues Brown es el maestro indiscutible de ese tipo de relato”. Yo, desde luego, cuando leí a Fredric Brown supe lo que quise ser. Continuará (otro día)→
Todos los relatos citados y otros muchos igualmente recomendables, cuando menos, se encuentran distribuidos entre Amo del espacio, Pesadillas y Geezenstacks, El ratón estelar, Ven y enloquece y Lo mejor de Fredric Brown.
La referencia a Borges me recuerda mi apego a este escritor argentino, de mis preferidos, bilingüe pues su abuela era inglesa y conocía la literatura en inglés. Borges engrosa la nómina de escritores sudamericanos de relatos cortos, fantásticos en muchos casos. Me alegra saber que existen autores de este género en otras lenguas.