
El protagonista de La mejor oferta, Virgil Oldman (Geoffrey Rush), acreditado experto en detectar falsificaciones de obras de arte y en dirigir subastas, felicita de esta forma tan ceremoniosa ―y tan apropiada― a la que se ha convertido en su amada hacia la mitad de la película, que comienza con el cumpleaños del propio Oldman. Bueno, comienza el día anterior.
La mejor oferta (2013) es la historia de una falsificación dentro de una falsificación que se somete al juicio de un experto en detectar falsificaciones y en falsificar sus opiniones para sacar provecho de ello. El italiano Giuseppe Tornatore rubrica el guion y la dirección de una película que, entre otras cosas memorables, contiene diálogos que parecen artificiosos fuera de su contexto pero que encajan como un guante con el personaje que es su razón de ser, un hombre chapado a la antigua y elegante hasta la extenuación. Algunos juicios del protagonista, como es lógico dada su profesión, giran en torno a los plagios y la autenticidad. Como este:
―Es una falsificación ―dice Oldman de una pintura antigua en una tablilla.
―¿Cómo puede ser? Es preciosa.
―No he dicho que sea fea, dije que no es auténtica.

O este:
―En un viejo texto tuyo que encontré en lnternet, decías: hay algo auténtico escondido en cada falsificación. ¿Qué querías decir con eso? ―le pregunta un amigo.
―Que al simular el trabajo de otro, el falsificador no resiste la tentación de poner algo suyo. A menudo es una tontería, un detalle sin interés, una pincelada con la que el falsificador acaba traicionándose y revelando su propia, auténtica, sensibilidad.
O este otro, que explica, en parte, su romance:
―Las emociones humanas son como obras de arte: se pueden falsificar ―reflexiona Oldman―. Parecen iguales que el original, pero son una falsificación.
―¿Una falsificación?
―Todo se puede fingir. Alegría, dolor, odio, enfermedad, curación, incluso el amor.
Pero, ay, él no fingía.