
El protagonista de La mejor oferta, Virgil Oldman (Geoffrey Rush), acreditado experto en detectar falsificaciones de obras de arte y en dirigir subastas, felicita de esta forma tan ceremoniosa ―y tan apropiada― a la que se ha convertido en su amada hacia la mitad de la película, que comienza con el cumpleaños del propio Oldman. Bueno, comienza el día anterior. Esa noche, al terminar su solitaria cena en un lujosísimo restaurante, el maître le sirve un postre con una vela encendida en el centro:
―Feliz cumpleaños, señor Oldman. Este año nuestro chef ha querido dedicarle una antigua receta de un postre renacentista hecha con crema pastelera y almendras amargas. Que lo disfrute.
Sin embargo, el agasajado deja que se consuma la vela sin probar bocado. Cuando regresa el maître, le pregunta:
―¿No ha sido de su agrado?
―Muy al contrario ―responde Oldman―, pero mi cumpleaños es mañana.
Al día siguiente recibe una llamada en su despacho.
―A menos que haya cambiado de hábito, tendrá que contestar usted mismo. Es la primera llamada del día de su cumpleaños ―le recuerda su ayudante.
―La tradición ―asiente Oldman cogiendo el teléfono―. ¿Diga?
Es Claire lbbetson (Sylvia Hoeks). Quiere vender los muebles de una villa que pertenecía a sus padres, y entiende que la persona indicada es Oldman, quien al principio se resiste porque considera que se trata de un encargo de poca categoría. Empieza así una alambicada historia de amor en la que durante buena parte de la película Oldman no ve a la joven, que además de padecer agorafobia siente aversión al contacto humano, incluido el visual, de modo que cuando el hombre visita la villa lo obliga a comunicarse con ella a través de una puerta cerrada.

La mejor oferta (2013) es la historia de una falsificación dentro de una falsificación que se somete al juicio de un experto en detectar falsificaciones y en falsificar sus opiniones para sacar provecho de ello. El italiano Giuseppe Tornatore rubrica el guion y la dirección de una película que, entre otras cosas memorables, contiene diálogos que parecen artificiosos fuera de su contexto pero que encajan como un guante con el personaje que es su razón de ser, un hombre chapado a la antigua y elegante hasta la extenuación. Algunos juicios del protagonista, como es lógico dada su profesión, giran en torno a los plagios y la autenticidad. Como este:
―Es una falsificación ―dice Oldman de una pintura antigua en una tablilla.
―¿Cómo puede ser? Es preciosa.
―No he dicho que sea fea, dije que no es auténtica.
O este:
―En un viejo texto tuyo que encontré en lnternet, decías: hay algo auténtico escondido en cada falsificación. ¿Qué querías decir con eso? ―le pregunta un amigo.
―Que al simular el trabajo de otro, el falsificador no resiste la tentación de poner algo suyo. A menudo es una tontería, un detalle sin interés, una pincelada con la que el falsificador acaba traicionándose y revelando su propia, auténtica, sensibilidad.
O este otro, que explica, en parte, su romance:
―Las emociones humanas son como obras de arte: se pueden falsificar ―reflexiona Oldman―. Parecen iguales que el original, pero son una falsificación.
―¿Una falsificación?
―Todo se puede fingir. Alegría, dolor, odio, enfermedad, curación, incluso el amor.
Pero, ay, él no fingía.