Lo dice el narrador al hablar del cadáver de una monja durante una conversación entre una policía y un forense en el capítulo 8 de El inocente, libro del estadounidense Harlan Coben. En otras palabras, no hay mal que por bien no venga: la muerte rejuvenece. He aquí la fuente de la eterna juventud.
Hacia el final, la novela vuelve al asunto de las arrugas al referirse a una stripper, aunque ahora el tono cambia: ya no estamos ante la alegría festiva de la muerte, sino frente la amargura doliente de la vida. El narrador se introduce entonces en los pensamientos de Olivia, que al cabo de unos años vuelve a ver a Kimmy, amiga íntima y en otro tiempo compañera de profesión, actuando en un local:
Olivia había visitado un par de páginas web en las últimas semanas para saber si Kimmy seguía bailando. No había encontrado nada, y Olivia esperaba que eso significara que Kimmy ya no estaba en el negocio. Ahora lo comprendía: Kimmy tenía un nivel demasiado bajo para merecer una simple mención […]
“Ningún año trató bien a Kimmy Dale”
Los años no la habían tratado bien, pero ningún año había tratado bien a Kimmy Dale. Le colgaba la piel. Tenía arrugas alrededor de la boca y de los ojos. Tenía pequeños moratones en los muslos. Llevaba demasiado maquillaje, como las viejas «loro» en que tanto miedo les daba llegar a convertirse. Ese era su mayor temor: ser uno de esos loros que no se daban cuenta de que había llegado la hora de retirarse.
El número de Kimmy no había cambiado, los mismos pocos pasos, los movimientos un poco más lentos, más letárgicos. Las mismas botas negras altas que siempre le habían gustado. Hubo una época en la que Kimmy animaba al público mejor que ninguna otra ―tenía una sonrisa espectacular― pero la fachada ya no existía.