Por si no queda claro, la cita continúa:
Una palabrota bien plantada, en su sitio, en su tierra, a su tiempo, es insustituible. El reniego asienta y clava el idioma en tierra, contra los cielos. Si los españoles no pudiésemos emplear interjecciones soeces, nos íbamos a ver negros.
Negros, dice Max Aub (1903-1972) para rematar su ataque preventivo a lo políticamente correcto y ñoño (está en la novela de 1945 Campo de sangre). Más lacónico es el avezado capitán de yate Jesús (Suso) Salgado Gómez:
El taco es cultura.
La concisión suele ser también una virtud del autor hispano-mexicano-franco-germano (tuvo las cuatro nacionalidades, aunque decía que «uno es de donde hace el bachillerato», y él lo hizo en Valencia). Recomendaba “no emplear dos pinceladas donde baste una”. Se refería a la pintura, pero la frase podría aplicarse igualmente a la escritura, un oficio sobre el que Max Aub caviló largamente a juzgar por los condensados apotegmas que empleó para plasmar sus ideas, que por cierto he saqueado de la antología de Javier Quiñones Aforismos en el laberinto (2003). Coincide Aub en el elogio de la brevedad con otros muchos escritores, pero me voy a centrar, como anuncié en una entrada anterior, en Stephen King y en su libro Mientras escribo:
Todos los relatos y novelas, en mayor o menor medida, son plegables. Si no puedes quitar el diez por ciento y conservar lo esencial de la historia y el ambiente, es que no te esfuerzas bastante. El efecto de una poda sensata es inmediato, y a menudo asombroso: un Viagra literario.
“Mata a tus seres queridos; mátalos aunque se te rompa tu corazoncito egocéntrico de plumífero”, conmina King al colega que se resiste a las podas. Quién lo iba a decir de un escritor que ha publicado un volumen, Apocalipsis, de 1.584 páginas, es de suponer que después de cargarse otras prescindibles 176.
Se pueden glosar más paralelismos entre las ideas literarias de dos personajes tan distantes como Aub y King. Por ejemplo, con estas dos máximas del estadounidense y del hispano-mexicano, respectivamente:
La narrativa consiste en descubrir la verdad dentro de la red de mentiras de la ficción, no incurrir en fraude intelectual.
Escribir es descubrirse, en todos los sentidos ―desvestirse― ir quedándose desnudo, quedándose ante un desnudo insospechado.
Pero, por mor de la prestigiosa brevedad, voy a centrarme en el polémico argumento y en los argumentos que emplean para denigrarlo sus adversarios del gremio de las letras. Max Aub, aun pensando que “escribir es ir descubriendo lo que se quiere decir”, ofrece en Pruebas (1967) una visión equidistante del papel de la trama en la ficción:
Hay dos maneras de concebir y realizar novelas y dramas: quien las tiene hechas y derechas antes de escribir una sola línea y las vierte en un índice del cual no se apartará por nada, o quien, imaginando los personajes, los echa a andar, unos contra otros, a ver qué sucede.
Esto último es lo único que le parece legítimo al ilustre escritor español Enrique Vila-Matas, que cita complacido a la estadounidense Jenny Offill:
Que se joda la trama. Lo que hay capturar es la sensación de estar vivos. Prefiero seguir la astilla de un pensamiento que trazar la secuencia lógica de unos hechos.
Más reflexivo, aunque no por ello más amante del guion, es Javier Marías:
Que los “argumentos” actúan como meros señuelos y en el fondo son secundarios lo demuestra que mucha gente relee el Quijote, El corazón de las tinieblas o Madame Bovary estando al cabo de la calle y recordando lo que les acaece a los personajes, lo que hicieron y cómo acabaron.
Las historias de Shakespeare rara vez son originales, rara vez de su invención. Es una prueba más de lo secundario de los argumentos y de la importancia del tratamiento.
Stephen King oscila entre el insulto, la admonición y la exposición razonada.
Para mí, el esquema argumental es el último recurso del escritor, y la opción preferente del bobo. La historia que nazca tiene muchas posibilidades de quedar artificial y forzada.
Ten presente que entre historia y esquema argumental hay una diferencia enorme. La primera es honrada y de fiar, mientras que el segundo es sospechoso y conviene someterlo a arresto domiciliario.
Desconfío de los argumentos por dos razones: la primera, que nuestras vidas apenas tienen argumento; la segunda, que considero incompatibles el argumento y la espontaneidad de la creación auténtica.
¿Qué sentido tiene preocuparse por el final? ¿De qué sirve estar tan obsesionado con controlarlo todo? Algo, tarde o temprano, siempre pasa.
Incorruptible el estadounidense ante las tentaciones de la trama, ¿no? Pues no, hay truco:
Dicho lo cual, una vez que tengas escrito el núcleo de la historia es necesario que te plantees su significado y enriquezcas las versiones sucesivas con tus conclusiones. No hacerlo sería robarle a tu obra (y a tus futuros lectores) la visión del mundo que hace que los relatos que escribes sean tuyos y de nadie más.
[Al revisar el primer borrador de una novela] me hago la gran pregunta, la mayor de todas: ¿es coherente la historia? Y si lo es, ¿cómo convertir lo coherente en música? ¿Qué elementos recurrentes hay? ¿Se enlazan formando un tema? Me pregunto, en resumen, de qué va el libro, y qué puedo hacer para que queden todavía más claras las preocupaciones de fondo. Mi máxima meta es la «resonancia», algo que perdure un poco en la mente (y el corazón) del lector después de haber cerrado el libro y haberlo colocado en la estantería. Busco maneras de conseguirlo sin darlo todo masticado ni vender mi primogenitura por un argumento con mensaje. Los mensajes, las moralejas, que se las metan donde les quepan. Yo lo que quiero es resonancia. Busco, sobre todo, lo que he querido decir, porque en la segunda redacción añadiré escenas e incidentes que refuercen el sentido. También borraré lo que se disperse.
O sea, que Stephen King reprueba los argumentos, entendidos como un esquema más o menos detallado del texto final, de modo que, armado con una leve idea en las meninges, se pone a escribir a su ritmo, de diez páginas diarias, para no perder espontaneidad, y cuando consigue dar con un final decente considera concluido el primer borrador. Luego relee el original, del que ya conoce el argumento, y es entonces cuando lo expurga, eliminando todo aquello que no encaje con el susodicho argumento y añadiendo otros elementos que lo realcen y le den un sentido integral al texto, como si hubiera sido escrito a partir de un… argumento. Pues eso, que se joda la trama.
En cualquier caso, se veneren o se repudien los argumentos, para escribir se necesita dedicación, pero que mucha dedicación. “La literatura es pasión o no es”, sentencia Aub. “Si no tienes ganas de trabajar como una mula será inútil que intentes escribir bien”, abunda King. Es natural, por tanto, que los dos se pongan trascendentes cuando se preguntan “Y todo esto, ¿para qué?”. Max Aub, más conciso, se responde:
Escribir es luchar contra la muerte.
Escribe uno para poder vivir. Si no escribiera no viviría.
Cuando no escribo no vivo. Nada me llena tanto de alegría. Muerto, escribiré.
King agrega:
Escribir es mágico; es, en la misma medida que cualquier otro arte de creación, el agua de la vida.
Escribir no es cuestión de ganar dinero, hacerse famoso, ligar mucho ni hacer amistades. En último término, se trata de enriquecer las vidas de las personas que leen lo que haces, y al mismo tiempo enriquecer la tuya. Es levantarse, recuperarse y superar lo malo. Ser feliz, vaya. Ser feliz.
Lo cuenta el novelista que estuvo décadas en la lista anual de Forbes de los diez escritores del mundo con más ingresos. Un escritor jodidamente feliz.