“Sea lo que sea esa comida rápida (seguro que los ingenieros de alimentos lo saben)”, agrega Michael Pollan en El dilema del omnívoro, un libro editado en 2006 con el que inició sus decisivas investigaciones sobre alimentación, nutrición y la industria alimentaria en Estados Unidos. Hoy sus conclusiones se pueden aplicar en buena medida a cualquier nación occidental, incluidas las creadoras de la dieta mediterránea.
En 2009 publicó Saber comer, donde sintetiza el resultado de su trabajo en este campo. Un trabajo que sería impecable y definitivo si no fuese por una pequeña inexactitud. Porque Pollan afirma que “si una comida se llama igual en todos los idiomas, no es comida”, y pone como ejemplo un icono de la comida rápida, el Big Mac. Pero habría que matizar la frase, que no la idea. Para retirarle el honorable título de comida, además de llamarse igual en todos los idiomas, se debe escribir con alguna mayúscula (pensemos en la grafía internacional de gazpacho o paella). Y, aunque lo que no es comida lleve mayúsculas, puede modificar su nombre en función del país, como le explica Vincent (John Travolta) a Jules (Samuel L. Jackson) en Pulp Fiction (1994), la película escrita y dirigida por Quentin Tarantino.
Vincent: ¿Sabes lo más curioso de Europa?
Jules: ¿Qué?
Vincent: Pequeñas diferencias. También ellos tienen la misma mierda que aquí, pero… hay algunas diferencias.
Jules: ¿Por ejemplo?
Vincent: Pues puedes meterte en cualquier cine de Ámsterdam y tomarte una cerveza. Y no hablo de una cerveza en un vaso de papel, hablo de una jarra de cerveza. Y en París puedes pedir cerveza en el McDonald’s. ¿Y sabes cómo llaman al cuarto de libra con queso en París?
Jules: ¿No lo llaman cuarto de libra con queso?
Vincent: Utilizan el sistema métrico, no sabrían qué coño es un cuarto de libra.
Jules: ¿Pues cómo lo llaman?
Vincent: Lo llaman una Royale con queso.
Jules: Royale con queso.
Vincent: Sí, así es.
Jules: ¿Y cómo llaman al Big Mac?
Vincent: Un Big Mac es un Big Mac, pero lo llaman Le Big Mac.
Por lo demás, creo que la cita es inobjetable.
O no, porque si algo tiene la comida es una fabulosa cantidad de expertos dispuestos a discutir acaloradamente. Parafraseando a Luis Magrinyà, será porque todos comemos.
El neoyorquino Michael Pollan es periodista, pero seguramente sabe más de alimentación que cualquiera de nosotros, que tanto sabemos sobre calorías, omega-3 o grasas saturadas. Sin mencionar a embaucadores profesionales de las dietas, nutricionistas fatuos y vendidas asociaciones médico-científicas (de pediatras, por ejemplo). Esto es lo que opina sobre la “ciencia de la nutrición”.
La ciencia de la nutrición, que a fin de cuentas solo tiene doscientos años de historia, en la actualidad es más o menos lo que era la cirugía allá por 1650: una especialidad muy prometedora y en la que se estaban realizando avances muy interesantes, pero ¿estaríamos dispuestos a dejarnos operar? Creo que yo esperaría unos cuantos años más.
Los seres humanos habían comido bien y se habían mantenido sanos durante milenios antes de que llegara la ciencia de la nutrición para decirnos cómo comer; alimentarse de una forma saludable sin tener ni idea de lo que es un antioxidante es perfectamente posible.
Un año antes que Saber comer, en 2008, vio la luz In defense of food (En defensa de la comida), que inexplicablemente se tituló en español El detective en el supermercado, un libro revelador que para mí supuso una especie de caída del caballo, o, más bien, de caída en la marmita. Después de trabajar durante dos años en la documentación, Pollan se dio cuenta de que “la respuesta a esa pregunta que se suponía tan increíblemente complicada ―¿qué hay que comer?― no lo era ni muchísimo menos. De hecho, se podría condensar en tan solo siete palabras: Come comida. Con moderación. Sobre todo vegetales”.
“La ciencia de la nutrición es hoy lo que era la cirugía allá por 1650”
En su exploración, el periodista no solo comprobó lo mucho que se ignora en el ámbito científico sobre alimentación y nutrición; también descubrió que hay dos certezas que nadie discute. Una es que la dieta occidental origina “siempre” altos índices de dolencias cardiovasculares, cáncer, obesidad y diabetes tipo 2. La otra, que las poblaciones que siguen una dieta tradicional no suelen padecer tanto estas afecciones crónicas.
Y resulta que hay “una gama extraordinariamente variada” de dietas tradicionales (basadas en lípidos, como la de los inuit; o en proteínas, como la de los masáis; o en hidratos de carbono, como la de los indígenas de América Central), y ninguna enferma a sus poblaciones como la dieta occidental que ha exportado Estados Unidos al resto del mundo (“consistente en muchísimos alimentos procesados y muchísima carne, muchísimos azúcares y grasas añadidos, muchísimos cereales refinados, muchísimo de absolutamente todo menos verdura, fruta y cereales integrales”).
¿No es un logro fuera de lo común para una civilización? ¡Hemos creado la única dieta que consigue enfermar a la gente!
La industria alimentaria es uno de los primeros y más destacados promotores de los programas globales de idiotización, de los que ya se ha hablado por aquí al citar a Javier Marías y John Allen Paulos. El autor de El dilema del omnívoro expone numerosos casos de embrutecimiento. Quizá el más sangrante sea el de las explotaciones animales industriales, que “ofrecen una visión de pesadilla de lo que el capitalismo es capaz de hacer en ausencia de restricciones morales o reguladoras de ninguna clase”. “A los animales los tratan como máquinas ―«unidades de producción»― incapaces de sentir dolor. Como a estas alturas ya no hay ningún ser pensante que pueda creerse esto, la ganadería industrial depende de la suspensión de la incredulidad en el caso de la gente que la lleva a cabo y de la disposición a desviar la mirada en el caso de todos los demás”.
Pero lo más inquietante no es el éxito que estas empresas han obtenido haciéndonos creer que fabrican productos saludables (decenas de miles de ellos cada año, frente a las recetas establecidas desde hace siglos por la cocina tradicional), sino que seguramente está consiguiendo que el cerebro humano haya entrado en una fase de involución física, lo cual explicaría el crecimiento exponencial del número de imbéciles que nos rodean.
Porque, como explica el neoyorquino, algunos antropólogos creen que el radical aumento del tamaño del cerebro del homínido que se produjo hace alrededor de 1,9 millones de años se debió al descubrimiento de la cocina. “Probablemente la cocina nos transformó en lo que somos”. Y lo que está haciendo la industria alimentaria es destruir la sabiduría de la cocina tradicional con combinaciones químicas basadas en un sorprendente porcentaje en solo dos productos: el maíz y la soja. “Nos veríamos en un serio aprieto si quisiéramos encontrar un alimento procesado de última generación que no hubiera sido elaborado a partir de maíz o de soja”.
La alimentación industrial está reduciendo el tamaño de nuestro cerebro
Pollan pidió a Todd Dawson, un biólogo de Berkeley, que pasase una comida de McDonald’s por su espectrómetro de masas y calculase qué cantidad de su contenido en carbono provenía originalmente de una planta de maíz. “En orden decreciente de contenido en maíz, así es como el laboratorio midió nuestra comida: refresco (cien por cien maíz), batido (78 por ciento), aliño para la ensalada (65 por ciento), nuggets de pollo (56 por ciento), hamburguesa con queso (52 por ciento) y patatas fritas (23 por ciento). Lo que a ojos del omnívoro parece una comida extraordinariamente variada resulta ser, vista a través de los ojos del espectrómetro de masas, la comida de un tipo de consumidor mucho más especializado. Así que esto es en lo que ha llegado a convertirse el consumidor industrial: un koala del maíz”.
Se refiere Pollan a que, empujados por la industria alimentaria, nos estamos alejando de nuestro estado natural de omnívoros, que exige un circuito cerebral muy complejo y metabólicamente costoso, para convertirnos en consumidores especializados como el koala, cuyo horizonte mental se reduce a comer únicamente hojas de eucalipto. Algo que por cierto también le pasó al koala, pues hubo un tiempo en el que “llevaba una dieta más variada y mentalmente exigente que en la actualidad y que, conforme evolucionó hacia su actual y altamente restringido concepto de alimentación, su infraocupado cerebro menguó”.
Pero hay esperanza. “Quienes han conseguido apartarse de la dieta occidental han experimentado una mejora espectacular en su salud. Disponemos de estudios fiables que parecen indicar que los efectos de la dieta occidental pueden revertirse, y con relativa rapidez”.
En Saber comer, que se publicó en 2012 en España, Michael Pollan concentra sus conocimientos en 64 recetas “para comer bien y disfrutar”. Hay consejos de sentido común y consejos que parecen contradecirlo, pero que en realidad lo que desmienten son las falacias difundidas por las grandes corporaciones alimentarias. A su juicio, la mayoría de los productos que vende esta poderosa industria no merece que se les llame alimentos. Él los denomina “sustancias comestibles con aspecto alimenticio”. “Se trata de mejunjes muy procesados que han sido diseñados por los científicos, y consisten básicamente en derivados del maíz y la soja que ninguna persona normal tendría en la despensa”. Por no hablar de los “aditivos químicos que el cuerpo humano conoce desde hace muy poco tiempo”.
Voy a reproducir cuatro reglas aparentemente contradictorias y, a continuación, tras una brevísima pausa para reflexionar sobre ellas, las explicaciones pertinentes.
Cuatro reglas paradójicas para comer bien
1. Evita productos que afirmen ser saludables.
2. Evita productos con ganchos como «light», «desnatado» o «bajo en grasa» en su nombre.
3. Evita alimentos que veas anunciados en televisión.
4. Hínchate de comida basura si quieres, siempre que la hayas cocinado tú.
Aquí viene la brevísima pausa meditativa.
Y ahora las explicaciones de Pollan.
1. Para que un producto afirme en su envase que es saludable, primero debe tener un envase, así que es más probable que sea un alimento procesado que uno natural. […] La comida más sana del súper (los productos frescos) no alardea de lo saludable que es porque los agricultores no tienen ni dinero para ello ni envoltorio en el que publicitarse. No interpretes el silencio de los rabanitos como que no tienen nada importante que decir sobre tu salud.
“Engordamos con productos «light»”
2. Hemos engordado a base de productos light. ¿Por qué? Pues porque el quitar la grasa de los alimentos no los convierte necesariamente en adelgazantes. Los hidratos de carbono también pueden engordar, y muchos alimentos bajos en grasa o desnatados incrementan su contenido de azúcares para compensar la pérdida de sabor. […] Desde que en los años setenta nació en Estados Unidos la campaña de los productos bajos en grasa, en realidad sus habitantes han estado ingiriendo más de 500 calorías adicionales cada día, la mayoría de ellas en forma de carbohidratos refinados como el azúcar. El resultado ha sido que, desde finales de los años setenta, el peso medio de los varones estadounidenses se ha elevado en casi 8 kilos, y en unos 8,5 kilos el de las mujeres. Más vale comer la versión auténtica con moderación que hincharse de productos light, atiborrados de azúcares y sal.
3. Solo los grandes de la industria alimentaria pueden permitirse lanzar campañas publicitarias en televisión; más de dos terceras partes de los anuncios de comida son de productos procesados (y de alcohol), así que si dejas de comprar productos con tan alto presupuesto para anuncios, automáticamente estarás evitando sustancias comestibles con aspecto alimenticio.
4. Las patatas fritas no se convirtieron en la verdura más popular de Estados Unidos hasta que la industria se hizo cargo de las pesadas faenas de lavar, pelar, cortar y freír… y de limpiar después. Si cocinaras en casa todas las patatas fritas que consumes, seguro que las comerías en muchas menos ocasiones, aunque solo fuera por el trabajo que conlleva prepararlas. Lo mismo sucede con el pollo frito, las patatas paja, los pasteles, las tartas y los helados. Disfruta de todos esos caprichos tantas veces como estés dispuesto a hacerlos en casa… y es muy probable que no sea todos los días.
De las reglas menos sorprendentes de Saber comer, reproduzco diez (de modo que no se me pueda acusar de fusilar medio libro: aún quedan 50). Dejaré al agudo lector y a la inteligente lectora el desarrollo de las ocho primeras.
Y diez reglas de sentido común
1. No comas nada que no le pareciera comida a tu bisabuela.
2. Evita productos que contengan ingredientes que nadie tendría en la despensa.
3. Evita productos que contengan más de cinco ingredientes.
4. Evita alimentos que citen cualquier clase de azúcares (o edulcorantes) entre sus tres primeros ingredientes.
Esto lo dice porque en la lista del etiquetado, los ingredientes se detallan por orden de peso, de más a menos.
5. Evita productos que contengan ingredientes que un niño de primaria no pueda pronunciar.
6. Considera la carne una guarnición o un alimento para ocasiones especiales.
7. Sé escéptico ante los alimentos no tradicionales.
8. Come alimentos hechos con ingredientes que puedas imaginarte crudos o creciendo en el campo.
9. Endulza y sala tú mismo lo que vayas a comer.
“Ya sea una sopa, unos cereales o un refresco, las comidas y las bebidas preparadas en fábricas contienen niveles de sales y azúcares muy superiores a los que cualquier persona utilizaría jamás… incluso un niño. Si endulzas y salas tú mismo lo que vayas a comer, lo dejarás a tu gusto, y verás que consumes tan solo una pequeñísima parte del azúcar y la sal que tomabas antes”.
10. Sáltate las reglas alguna que otra vez.
“Obsesionarse con las reglas del saber comer no es bueno para la felicidad de nadie, y seguramente tampoco para tu salud. «Todo con moderación», suele decirse, pero no debemos olvidar ese sabio colofón que a veces se atribuye a Oscar Wilde: «… la moderación incluida»”.
Las citas de Michael Pollan reproducidas aquí proceden de El dilema del omnívoro (Debate), traducido por Raúl Nagore; El detective en el supermercado (Temas de Hoy), traducido por María Jesús Asensio Tudela, y Saber Comer (Debate), traducido por Laura Manero Jiménez.