“Recibía de todas las bocas la miserable y humillante tortura del elogio inmerecido”

“Recibía de todas las bocas la miserable y humillante tortura del elogio inmerecido”

No obstante, lo habitual es lo contrario, como lamentaba Miguelito. Pasas por el mundo esperando, qué sé yo, una palmadita en la espalda, una felicitación efusiva por cualquiera de las cosas que hayas hecho divinamente, una estatua resultona, un obelisco colosal, y nada de nada, tienes que fiarlo todo a una posteridad que si acaso ni siquiera mencionará tus hazañas en las webs de historia. El propio Nathaniel Hawthorne, que escribió la frase anterior en el relato El entierro de Roger Malvin (1832), desarrolla la idea con bastante mala leche en La ambición del forastero (1835), donde se dice:

Imagen del escritor estadounidense Nathaniel Hawthorne (1804-1864), fotografiado por Mathew Brady alrededor de 1860.
Nathaniel Hawthorne (1804-1864)

Es consustancial a la naturaleza humana ambicionar un monumento, ya sea de pizarra, o de mármol, o un pilar de granito, o solo un recuerdo glorioso en el corazón de las gentes.

Cada uno hace lo que puede para conseguirlo. Sigmund Freud, en una carta de 1886 dirigida a Martha Bernays, asegura:

A menudo me parecía que había heredado todo el arrojo y toda la pasión con que nuestros antepasados defendieron su Templo, y que estaría dispuesto a sacrificar con gusto mi vida a cambio de un gran momento en la historia.

Otros suben vídeos y fotos a las redes, o participan en realities, o escriben blogs, o, como Carlos Langa, publican tuits compulsivamente. Cualquier cosa por ese obelisco tan merecido. Y, claro, se acaban perdiendo las buenas maneras. Así lo ve Thomas Hardy en el relato Los tres desconocidos (1883):

Las acabadas maneras, que daban pie a una serenidad verdaderamente principesca, procedían en la mayoría de ellos de la ausencia de toda expresión o rasgo que denotase que deseaban triunfar en la vida, ampliar sus conocimientos o hacer algo deslumbrante.

O incluso ―ya en casos desesperados―, como señala Henry James en El rincón feliz (1908), se llega al extremo de presumir de lo que se carece con el fin de obtener el ansiado reconocimiento.

Los sarcasmos baratos se oyen en boca de la mayoría de las gentes que se mueven en la buena sociedad, gentes que pugnan por labrarse una reputación de inteligencia, siendo así que ninguno la posee en grado alguno.

Pero volvamos a Hawthorne (1804-1864) y al protagonista de La ambición del forastero (advierto que no voy a contar aquí el final; para disfrutar de la bilis de la historia, hay que leérsela).

Portada de una edición estadounidense de ‘La ambición del forastero’, de Nathaniel Hawthorne.

El secreto del carácter del joven era una ambición altísima y abstracta. Era posible que hubiera nacido para vivir una vida oscura, pero no para ser olvidado en la tumba. Su ardiente anhelo se había transformado en esperanza, y esta esperanza, largo tiempo mantenida, se había convertido en la certeza de que, por insignificante que fuese su vida en el presente, el brillo de la gloria iluminaría su camino para la posteridad, aunque tal vez no mientras él lo recorriera. Cuando las generaciones venideras dirigiesen la mirada hacia la oscuridad que era entonces su presente, echarían de ver claramente el resplandor de sus pisadas, y se confesarían que un hombre de altas dotes había ido de la cuna a la tumba, sin que nadie hubiera sabido comprenderlo. […]

“Tenía la certeza de que el brillo de su gloria iluminaría a la posteridad”

―Y, sin embargo ―exclamó el forastero, con las mejillas ardientes y los ojos radiantes de luz―, todavía no he realizado nada. Si mañana desapareciera de la tierra, nadie sabría más de mí que ustedes: que un joven desconocido llegó un día al anochecer, procedente del Valle del Saco, que les abrió el corazón por la noche y que se marchó al amanecer del día siguiente por el Tajo, sin que volvieran a verlo. Ni una sola persona les preguntaría quién era este joven ni de dónde venía… ¡Pero no! ¡Yo no puedo morir hasta que haya cumplido mi destino! Después, sí; después, puede ya venir la muerte. ¡Yo mismo me habré edificado mi monumento para la posteridad! […]

Seguramente piensan que mi ambición es tan absurda como si subiera al Monte Washington y me dejara convertir allí en un trozo de hielo, solo para que la gente de la comarca pudiera admirarme desde el llano…

Este forastero anónimo guarda cierta afinidad con Wakefield, una de las grandes creaciones del escritor estadounidense, el hombre casado que, “bajo el pretexto de un viaje, dejó su casa en Londres, alquiló habitaciones en la calle siguiente y allí, sin que supieran de él la esposa o los amigos y sin que hubiera ni sombra de razón para semejante autodestierro, vivió durante más de veinte años. En el transcurso de este tiempo, todos los días contempló la casa y con frecuencia atisbó a la desamparada esposa. Y después de tan largo paréntesis en su felicidad matrimonial ―cuando su muerte era dada ya por cierta, su herencia había sido repartida, su nombre borrado de todas las memorias y su mujer se había resignado a una viudez otoñal―, una noche él entró tranquilamente por la puerta, como si hubiera estado afuera solo durante el día, y fue un amante esposo hasta la muerte”.

También ignoramos el nombre de este sujeto (Hawthorne solo dice: “llamémoslo Wakefield”). Y, al igual que el forastero solitario, piensa que su vida debería significar algo para los demás.

Portada de ‘Wakefield y otros cuentos’, de Nathaniel Hawthorne, en Lectorum.

Difícilmente puede agradecerle a la buena suerte el haber llegado allí sin ser visto. Recuerda que en algún momento la muchedumbre lo detuvo precisamente bajo la luz de un farol encendido; que una vez sintió pasos que parecían seguir los suyos, claramente distinguibles entre el multitudinario pisoteo que lo rodeaba; y que luego escuchó una voz que gritaba a lo lejos y le pareció que pronunciaba su nombre. Sin duda alguna, una docena de fisgones lo había estado espiando y había corrido a contárselo todo a su mujer. ¡Pobre Wakefield! ¡Qué poco sabes de tu propia insignificancia en este mundo inmenso!

“¡Qué poco sabes de tu insignificancia en este mundo inmenso!”

A diferencia de Hawthorne, yo creo que Wakefield se había dado cuenta, quizá de un modo inconsciente, de que sus coetáneos nunca reconocerían sus merecimientos, fueran cuales fueran, y por eso urdió y llevó a cabo su insólita y titánica gesta.

¿Quién se hubiera imaginado que nuestro amigo habría de ganarse un lugar prominente entre los autores de proezas excéntricas? Si se hubiera preguntado a sus conocidos cuál era el hombre que con seguridad no haría hoy nada digno de recordarse mañana, habrían pensado en Wakefield.

No hizo lo que hizo ―o no solo― por una “morbosa vanidad”, como dice el autor de La letra escarlata, sino para ganarse un puesto de honor en la historia. Le costó, vaya si le costó.

Sus pesares o se han apagado o se han vuelto tan indispensables para su corazón que sería un mal trato cambiarlos por la dicha.

Pero lo logró. Él mismo le puso su nombre a la avenida, él mismo edificó su monumento para la posteridad. En este sentido, la historia de Wakefield tiene un final feliz, pues, pese a que la vida solo le proveyó de alforjas para pasar desapercibido, logró sobreponerse a la adversidad y alcanzar la gloria entre las generaciones futuras.

Una prueba irrefutable del reconocimiento que ha alcanzado es que, entre los millones de tuits dialogados que ha escrito, Carlos Langa ha tocado el asunto que lanzó al estrellato a Wakefield en un par de ocasiones por lo menos.

―Salgo a por tabaco.
―Ha refrescado, ponte una chaqueta.
―La llevo en la maleta.

―Hola, cariño.
―Después de desaparecer 20 años diciendo tan solo que ibas por tabaco, apareces así, sin más.
―¡Coño, el tabaco! Ahora vengo.

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