Tan malacostumbrados estamos a la omnipresente corrupción que casi sin darnos cuenta aceptamos que todo viene a ser lo mismo, que las mejores, los más preparados, nunca son quienes ocupan los puestos relevantes, sino los que no tienen otro mérito que ser machos, o amiguetes de la infancia del que manda, o los cuñados, o los compañeros de grupo, que dan igual sus conocimientos o su formación, porque lo mismo valen para dirigir un banco que para asesorar a una empresa energética; que la única cualidad que importa es la capacidad de adulación, la presteza para aplaudir cualquier memez que diga el que está arriba, o de reírle las supuestas gracias; que la competencia es solo una broma, porque lo más que se le parece es la habilidad del sedicente empresario para enviar los regalos adecuados al político de turno que le puede otorgar una concesión, o una recalificación, o un contrato público ―troceado si es preciso para que no se conozca por el público―.
Pero no, amigas, no se cuecen habas en todas partes. En estos oscuros, idiotas y lovecraftianos tiempos, la ineptitud y la chapuza campan a sus anchas en las alturas, sí, pero no siempre infiltran su hálito fétido envuelto en caros perfumes hacia los niveles inferiores. En el bullicioso inframundo, tan lejos del engañoso resplandor de los palacios, hay multitud de profesiones, incontables oficios, en los que solo pueden brillar los mejores y las más preparadas, en los que no hay nepotismo que valga, donde la plutocracia no tiene nada que hacer, donde, como señala la certera pintada de la foto, la meritocracia es la ley.