A la edad de seis años, Miguelito ya espera el reconocimiento de sus semejantes. Sabe que lo merece, pues, haga lo que haga ahora, lo merecerá en el futuro. En ocasiones, la abrumadora conciencia de su superioridad, rayana en el solipsismo, lo impulsa a desdeñar eso que tanto desea, pues considera que sus congéneres, como seres insignificantes que son, no están capacitados para rendirle pleitesía. Por el contrario, cuando su egolatría flaquea, surge un individuo que reclama ansiosamente la aprobación de sus semejantes. Nos encontramos, pues, ante un personaje contradictorio, a veces obsesionado con la búsqueda de la notoriedad, otras dominado por una confianza absoluta en sí mismo, siempre atormentado por el temor al fracaso. Miguelito, una de las imperecederas creaciones de la literatura, es, posiblemente, la persona que más ha influido en mi vida.
La cita que da pie a esta entrada figura en una tira de Mafalda 10 (1974), obra del genial Quino (Mendoza, Argentina, 1932-2020).
Miguelito está mirando fijamente una placa con el nombre de una calle. Se le acerca Mafalda.
Mafalda: ¿Qué hacés, Miguelito?
Miguelito: Pensaba: ¿Qué les hubiera costado ponerle mi nombre a esta avenida? ¿Qué les hubiera costado venir y decirme: “Vea, Miguelito, como tenemos fe en usted y no dudamos que llegará a ser una figura excepcional, hemos resuelto llamar a esta avenida Avenida Miguelito, para ir ganando tiempo”? Pero no. ¿Ves cómo, de entrada nomás, ya lo desaniman a uno?
Es el ombligo del universo. Si lo avisan de que algo corre peligro, si él mismo predice algo que luego no se cumple, si el suelo cruje cuando lo pisa, nunca se le pasa por la imaginación que el problema sea suyo.
Se halla al borde de un precipicio, a punto de lanzar una piedra. De pronto oye unos gritos angustiados, suponemos que de su madre:
Madre: ¡¡Pe… pero… el precipicio, Miguelito, cuidado, por dios!!
Él mira hacia el abismo, se da la vuelta y pregunta a la madre:
Miguelito: ¿Se rompe?
“Decime, Mafalda, ¿antes de nacer nosotros existía realmente el mundo?”
Sentado en el bordillo de la acera, apoyado en el tronco de un árbol. Piensa.
Miguelito: A que el próximo auto que pasa es azul.
Observa el primer coche que pasa. Sigue pensando:
Miguelito: ¿Cómo puede un auto equivocarse tanto?
Camina por la calle. Por cada pisada que da se oye chuic, de modo que hay una sucesión de chuic, chuic, chuic, chuic… Se sienta junto a Mafalda.
Miguelito: ¡Lástima, un país casi nuevo, y ya cruje!
Es más, considera un desperdicio incomprensible la existencia del mundo antes de su llegada.
Miguelito: Decime, Mafalda, ¿antes de nacer nosotros existía realmente el mundo?
Mafalda: ¡Mirá que sos tonto, Miguelito! ¡Claro que existía!
Miguelito: ¿Y para qué?
Todo lo que lo rodea, sean altas torres, unos humildes zapatos o sus entrometidos progenitores, carece de importancia frente a su musculoso ego: no son nada; podría prescindir de ellos, pero ellos no de él.
Con Mafalda. Estira el brazo y pone el dedo pulgar entre sus ojos y una torre.
Miguelito: ¡Sorprendente! ¡Mi dedo es más grande que la torre de aquella casa!
Mafalda: ¿Sabes por qué lo ves más grande, Miguelito?
Miguelito: ¡Claro! Porque el dedo es mío y me importa muchísimo más que la torre.
Camina. Se sienta en el bordillo, se descalza y deja los zapatos en el medio de la acera. Reemprende la marcha. Al cabo de un rato se da media vuelta y les dice a los zapatos:
Miguelito: ¿Vieron cómo sin mí no son nadie?
Habla con Mafalda.
Miguelito: Mi papá, todos los días lo mismo… “Buen día-Hasta luego”. “¡Hola, puf, qué cansancio! ¿Está la cena? ¡Aaah!… ¡Por fin la cama! ¡Bueh!… Hasta mañana”. Y mi mamá: “¡No rayes el parquet! ¿Otra vez con los zapatos sobre el sillón? ¡No destroces la ropa! ¡A ver esas orejas!”. Francamente no sé qué haría yo sin mí.
A veces descubrimos que una pena insondable lacera su corazón doliente, como cuando una iluminación matutina lo enfrenta a una versión exacerbadamente pedante de su narcisismo, y, para evitar causarles daño a los amigos, se encierra en casa.
”Me levanté pedante. Me da mucha rabia, pero ¡me siento pedante!”
Se dirige a Mafalda y Felipito:
Miguelito: ¿Vieron que un día uno se levanta contento, otro triste, otro tranquilo, otro entusiasta y qué se yo de cuántas maneras más?
Mafalda y Felipito: Sí.
Miguelito: Bueno, yo hoy me levanté pedante. Me da mucha rabia pero no puedo evitarlo, ¡me siento pedante!
Mafalda: ¡Y bueno, Miguelito, hasta que se te pase te aguantaremos pedante! ¿Para qué somos tus amigos, si no?
Miguelito: Para codearse conmigo, ¿o creen que no me di cuenta?
Y cuando dos buenas amigas deciden violar su aislamiento, él, en vez de afearles su incomprensión, a fin de no herirlas, extiende su sentimiento de pedante superioridad hacia todo el género humano.
Están juntas Mafalda y Susanita.
Susanita: Estoy aburrida, ¿vamos a jugar a lo de Miguelito?
Mafalda duda, pero Susanita la convence de que a Miguelito ya se le habrá pasado la actitud pedante, así que van a su casa y llaman al timbre. Les abre la puerta.
Mafalda y Susanita: Hola, Miguelito, ¿cómo estás?
Miguelito: Convencido de que si yo no llego a nacer… ¡qué golpe para la humanidad! ¿Ehé?
Porque Miguelito hace ímprobos esfuerzos por entender al prójimo, por alejar de sí la certeza de su supremacía, pero se enfrenta a un enemigo irreductible: un cerebro jactancioso sin fisuras.
Con Mafalda.
Miguelito: Comprensión y respeto, eso es lo importante para convivir con los demás, y sobre todo ¿sabés qué? No creer que uno es mejor que nadie. Porque así como hay mucha gente que a mí puede no gustarme… es lógico suponer que también yo puedo no gustarle a un montón de imbéciles, ¿no?
Hasta aquí hemos visto la parte más distante y, por qué no decirlo, cruel de nuestro héroe, pero no siempre es así. En la incesante lid entre mente y corazón, a veces brota una persona tierna, insegura, mortificada por el temor al fracaso.
Con Mafalda.
Mafalda: Mi mamá acaba de retarme porque le saqué el chupete a mi hermanito y lo hice llorar. ¡Al fin de cuentas, no sé por qué lo entusiasma tanto el chupete! ¡Se pasa el día entero chupándolo! ¿Para sacar qué? ¡Nada! ¡Y sin embargo, sigue dale que dale!
Miguelito: Me parece muy bien; también yo a su edad esperaba todavía algo de esta vida.
Se dirige entusiasmado a Felipito y Mafalda.
Miguelito: ¡Tengo un chiste sensacional!
Felipito y Mafalda: ¡Contalo! ¡Dale!
Miguelito: “Los hacendados… ¿hacen dados?”.
Silencio incómodo de los amigos. En la siguiente viñeta, tirado en la cama, reflexiona.
Miguelito: Seis años… ¡Y ya soy un autor fracasado!
De rodillas sobre un sofá, con las manos apoyadas en el respaldo, Miguelito está dando un mitin a un público enfervorizado compuesto por Libertad, Mafalda, Susanita, Felipito y Manolito.
Miguelito: ¡Los cuentos para chicos no están escritos por chicos sino por gente grande!
Público: ¡¡Es una vergüenza!!
Miguelito: ¡Tampoco los juguetes, ni las golosinas, ni la ropa, ni nada de lo que es para nosotros está hecho por nosotros sino por gente grande!
Público: ¡Comercian con nosotros!
Miguelito: ¿Por qué tenemos que seguir aguantando esto?
Público: ¡Eso! ¿Por qué?
Miguelito: Sencillamente porque tampoco nosotros estamos hechos por nosotros sino por gente grande. ¡Pucha digo!…
El público da media vuelta y se va. Él medita.
Miguelito: Demasiado sincero para ser líder.
“¡Cuando sea grande voy a ser jefe! ¡No sé de qué, pero voy a ser jefe!”
Frente a la aparente seguridad que lo induce a afirmar desde lo alto de un tobogán: “¡Cuando sea grande voy a ser jefe! ¡No sé de qué, pero voy a ser jefe!”; o, charlando con Mafalda: “Qué seré yo cuando sea grande, no sé. Lo que sí sé es que no seré uno más del montón. ¡Eso sé!”, el Miguelito más frágil busca ávidamente la aprobación de sus semejantes, y hasta de los perros.
Muestra la mejor de sus sonrisas a varios transeúntes que pasan a su lado, sin que ninguno de ellos se digne mirarlo. Al final, serio, cavila.
Miguelito: Es inútil; nadie parece advertir espontáneamente que yo soy un buen tipo.
Le dice a Felipito:
Miguelito: Hola, Felipe. Venía pensando… ¿Qué actitud convendrá adoptar ante la gente? ¿La de seguro de uno mismo, para que todos te respeten? ¿La de indiferente, para pasar inadvertido y que nadie te moleste? ¿La de desprotegido, para que todos te ayuden? De la que uno elija depende cómo le irá en la vida, así que es muy importante decidir desde ya, y no equivocarse.
Lee un tebeo en la calle cuando se le acerca un perro y lo husmea detenidamente. Después se marcha. Miguelito le espeta al can, apuntándole con el dedo índice:
Miguelito: ¡Es que a mí se me valora cuando se me conoce interiormente!
Aunque puede que en alguna ocasión reaccione con violencia ante agresiones imaginadas o previstas, Miguelito nunca hará daño a un inocente para lograr la fama que tanto anhela. Todo lo más, incurrirá en deplorable poesía.
Mira su imagen reflejada en un charco. Se le acerca Felipito.
Felipito: Hola, Miguelito, ¿qué hacés mirando ese charco?
Miguelito: Estaba dejando mi imagen en esta agua. Así, cuando se evapore, cada gotita llevará un poco de mí a todo el aire de la ciudad. Cuando mañana en el noticioso digan el porcentaje de humedad, ya sabés de quién estarán hablando.