No es extraño que la independencia dependa de algo. ¿Hay alguna clase de independencia ―vital, personal, grupal, política, económica― que no dependa de nada? La independencia es un oxímoron.
Virginia Woolf (1882-1941), que al parecer no sufrió problemas monetarios, meditó sobre la creación literaria en varios ensayos. Una de sus conclusiones, expuesta sin innecesaria modestia en Un cuarto propio, es que hay una relación directa entre los buenos libros y el desahogo económico del autor. En apoyo de su tesis cita al británico Arthur Quiller-Couch (1863-1944), novelista y crítico literario que publicó un estudio monumental sobre la poesía inglesa desde 1250 hasta 1918.
¿Cuáles son los grandes nombres poéticos de los últimos cien años? Coleridge, Wordsworth, Byron, Shelley, Landor, Keats, Tennyson, Browning, Arnold, Morris, Rossetti, Swinburne ―podemos detenernos ahí―. Todos ellos, salvo Keats, Browning y Rossetti, fueron universitarios; y de esos tres, Keats, que murió joven, segado en la flor de la edad, era el único que no disfrutaba de una posición bastante acomodada. Suena brutal, y en efecto es triste decirlo: pero la teoría de que el genio poético sopla donde quiere, parejamente en ricos y pobres, tiene muy poco de verdad. […] Créanme ―y he dedicado buena parte de diez años a vigilar unas trescientas veinte escuelas elementales―, hablamos mucho de nuestra democracia, pero, en el día de hoy, un chico pobre en Inglaterra no tiene más posibilidad de alcanzar esa emancipación intelectual de la que nacen los grandes libros que la que podía tener el hijo de un esclavo ateniense.
“El día de hoy” era hace un siglo en el Reino Unido, pero tal vez no haya grandes diferencias con nuestra actualidad local.
“Aprovechando todas las libertades y licencias del novelista”, Woolf pone sus reflexiones en boca de una alter ego de apellido incierto (Mary Beton, o Seton, o Carmichael), que se ganaba malamente la vida a comienzos del pasado siglo “pescando tareas raras en los diarios, haciendo la crónica de una exposición de burros por aquí, de una boda por allá; dirigiendo sobres, leyendo en voz alta a señoras viejas, haciendo flores artificiales, enseñando el abecedario a chiquilines en un jardín de infantes”. Los típicos empleos precarios y en negro, vamos. Poco tiempo después de esta etapa, que estuvo cerca de aniquilar su talento literario, Mary la recuerda con angustia:
Lo que aún sigue atormentándome es el veneno de amargura y temor que engendraron aquellos días. El hecho inicial de estar continuamente haciendo algo que a uno no le gusta y de hacerlo como un esclavo, con acompañamiento de lisonjas y adulaciones, quizá no imprescindibles, pero a mí me lo parecían y no quería correr ningún riesgo; y el pensamiento de aquel don solitario cuya ocultación comporta la muerte ―un don pequeño pero caro a su poseedor―, pereciendo mi alma con él; todo eso era como una herrumbre devorando la frescura de la primavera, destruyendo el corazón del árbol.
La narradora tuvo un golpe de suerte. Una caída de caballo mató en Bombay un día de 1918 a una tía suya, que le legó una herencia en forma de renta de quinientas libras al año de por vida. Para que nos hagamos una idea, esa cifra podría compararse con unos 50.000 euros de hoy; lo suficiente, en todo caso, para vivir holgadamente, con independencia económica. Años más tarde, escribe:
Es notable la transformación que una renta fija opera en el carácter de las personas. No hay fuerza humana que me pueda arrancar mis 500 libras. Alojamiento, ropa y comida son míos para siempre. No solo cesan la labor y el esfuerzo, sino la amargura y el odio, que se van atenuando en lástima y tolerancia; y, después de uno o dos años, la lástima y la tolerancia se fueron, y llegó el alivio más grande, que es la libertad de pensar en las cosas en sí. Por ejemplo, ¿me gusta o no me gusta aquel edificio? ¿Es lindo o no aquel cuadro? ¿Ese libro es bueno o es malo? Lo cierto es que la herencia de mi tía me ha despejado el cielo.
“Son los genios literarios los que más se preocupan de lo que se dice de ellos”
Cuando dejó atrás sus penurias monetarias, Mary tuvo el tiempo necesario para abordar otros aspectos de la escritura. Uno de ellos, que dedujo a partir de biografías y libros de memorias, es la dificultad que comporta la creación de grandes obras:
Escribir una obra de genio es casi siempre una proeza de prodigiosa dificultad. Todo contradice la posibilidad de que nazca completa en la mente del escritor. Generalmente las circunstancias materiales están en contra. Los perros ladran; la gente interrumpe; hay que hacer dinero; la salud se quebranta. Además, acentuando todas esas dificultades y haciéndolas más insoportables, está la indiferencia notoria del mundo.
Sostiene Woolf a través de Mary Beton que, aunque la gente piense que el genio, por el hecho de serlo, despreciará el desdén y las críticas, y que “debe estar muy por encima de lo que digan de él”, en realidad ocurre lo contrario. “Por desgracia, son precisamente los hombres y las mujeres de genio” ―y hablaba con conocimiento de causa― “los que más se preocupan de lo que se dice de ellos”. La prueba es que “la literatura está abarrotada de ruinas de nombres que se han preocupado más allá de lo razonable de las opiniones ajenas”.
“Es difícil pegar etiquetas de mérito en los libros sin que se despeguen”
Esto es así, está en la naturaleza de los creadores, aunque en el fondo sepan que no hay obra, por maravillosa que sea, que no haya sido denigrada, al menos una vez.
En lo concerniente a libros, es notoriamente difícil pegar etiquetas de mérito de modo que no se despeguen. ¿Acaso las críticas de libros contemporáneos no ilustran perpetuamente la dificultad de emitir juicios? “Este excelente libro”, “este libro sin valor”: se le aplican al mismo libro ambos calificativos. Elogio y vituperio nada significan. No; por delicioso que sea, el pasatiempo de medir es de todas las ocupaciones la más inútil, y someterse a los decretos de los mensores, la más servil de las actitudes. Escribir lo que uno quiere escribir es lo único que importa, y nadie puede decir si importará mucho tiempo o unas horas.
Al fin y al cabo, “los libros son la continuación unos de otros, a pesar de nuestra costumbre de juzgarlos por separado”. Exprimiendo un poco más esta idea, Woolf da con un excelente argumento para la defensa de los plagiarios:
Las obras maestras no nacen aisladas y solitarias; son el producto de muchos años de pensar en común, de modo que a través de la voz individual habla la experiencia del grupo.
La escritora, ya con su propia voz, termina el ensayo con un canto a los libros y a los escritores, por muy depravados que sean unos y otros.
Los buenos libros son deseables y los buenos escritores, aunque muestren todos los matices de la depravación humana, son, sin embargo, buenos seres humanos.
Pues, como afirma en Horas en una biblioteca:
De todos nuestros placeres, los que nos procuran los grandes artistas se hallan sin duda alguna entre los mejores.
Aunque no por ello deja de reconocer que pronto se desarrolla en el lector “un nuevo gusto que no satisfacen los grandes autores; tal vez no sea un gusto valioso, pero es desde luego una posesión que procura gran placer: el gusto por los libros de calidad más que dudosa”.
“Las obras maestras no nacen aisladas; son el producto de pensar en común”
Voy a concluir este saqueo de Una habitación propia sin hablar de las enormes dificultades que la mujer ha tenido siempre para escribir (sin independencia, sin un cuarto propio ―“a prueba de ruido, ni hablemos”―). Como buen clásico que es, el libro de la escritora británica tiene otras lecturas. Una de ellas es que Woolf desdeña el valor artístico de la literatura femenina, o más bien de la literatura que se declara como tal.
Es funesto para todo aquel que escribe el pensar en su sexo. Es funesto ser un hombre o una mujer a secas; uno debe ser «mujer con algo de hombre» u «hombre con algo de mujer». Es funesto para una mujer subrayar en lo más mínimo una queja, abogar, aun con justicia, por una causa; en fin, el hablar conscientemente como una mujer. La palabra funesto no es una metáfora, porque todo lo escrito con ese prejuicio deliberado está condenado a la muerte. Deja de ser fertilizado. Por eficaz y deslumbrante, por magistral y poderoso que nos parezca un día o dos, se marchitará al anochecer; no puede crecer en la mente de los demás.
Aunque no aspira a sentar cátedra. Por dos motivos. Porque, “en este caso, los hechos son menos verdaderos que la ficción”. Y porque:
Cuando un tema es muy discutible ―y cualquier cuestión relativa a los sexos lo es― nadie puede esperar decir la verdad.
Las citas de A Room of One’s Own (1929) están tomadas libremente de las traducciones de Jorge Luis Borges (Un cuarto propio) y de Laura Pujol (Una habitación propia).