El decálogo de Chesterton para escribir novela negra con éxito (prólogo)

El decálogo de Chesterton para escribir novela negra con éxito (prólogo)

Foto de Gilbert Keith Chesterton (1874-1936), autor de ‘Cómo escribir relatos policiacos’.
Gilbert Keith Chesterton (1874-1936)

Una novela en la que alguien no mate a otro probablemente no contenga más que un montón de personajes hablando de trivialidades, sin esa silenciosa presencia de la muerte que constituye uno de los lazos espirituales más fuertes de la humanidad
Chesterton

¿Quién no se ha visto alguna vez tentado a escribir un relato policiaco? ¿Será por el imperioso impulso de dar rienda suelta al asesino que todas las personas piadosas llevamos dentro? Si hasta el maestro Stephen King (1947) se pasó al género en 2014 con Mr. Mercedes después de firmar lucrativos best sellers de terror durante cuarenta años. Entonces, ¿tal vez sea por el dinero, como reconoce el escocés Ian Rankin (1960) ―“tuve que elegir y preferí la novela popular, que es la que da dinero, aunque de esto no se habla mucho”―?

Al británico Gilbert Keith Chesterton (1874-1936), autor de la cita inicial, el vil metal no le parece un mal motivo para acometer “esta legítima y deliciosa forma artística”:

Desear el dinero es mucho más noble que desear el éxito. Desear el dinero puede significar que deseas regresar a tu país, o casarte con la mujer a la que amas, o pagar el rescate que exigen por tu padre unos secuestradores. Puede significar algo humano y respetable. Pero desear el éxito significa por fuerza algo inhumano y odioso. Significa por fuerza que uno obtiene un placer abstracto al distanciarse y deshonrar a los demás.

“Desear el dinero es mucho más noble que desear el éxito”

Edgar Allan Poe (1809-1849) publicó en 1841 el relato fundacional del género policiaco, Los crímenes de la calle Morgue, que calificó como “cuento de raciocinio”. Pese a tener un precursor tan ilustre, en los tiempos de Chesterton “escribir una historia de crímenes se consideraba un crimen”. “Cuando, a finales del siglo XIX, surgió el relato detectivesco, no sólo se lo consideró vulgar, sino bajo y vil”, dice. “Todos querían leer estas novelas, pero nadie con unas mínimas pretensiones quería escribirlas, igual que nadie con ambiciones literarias quería que lo sorprendieran escribiendo una”.

Portada de ‘Los crímenes de la calle Morgue’, de Edgar Allan Poe, en Valdemar.

Quizá para justificar su pasión de lector ―y de autor―, G.K. Chesterton se convirtió en una especie de apóstol de la incipiente narrativa criminal (“esas populares obras de ficción que constituyen el placer de mi existencia”), un género que ensalzó como nunca se había hecho antes, y del que años después otro insigne maestro, Borges ―que también lo cultivó como coautor, pero bajo seudónimo―, admirador del británico, diría que es “una de las pocas invenciones literarias de nuestra época”. Entre otras alabanzas igualmente desmedidas, Chesterton le dedicó estas:

Cualquiera que tenga una educación sólida disfruta con las novelas de detectives, y hay incluso varios aspectos en los que estas poseen una sana superioridad sobre la mayoría de los libros modernos.

El primer valor esencial de las novelas de detectives radica en que son la primera y única forma de literatura popular en que se expresa la poesía de la vida moderna. La gente vivió entre poderosas montañas y bosques eternos durante siglos, antes de darse cuenta de que eran poéticos; de ello puede deducirse que alguno de nuestros descendientes llegará a ver las chimeneas con una púrpura tan gloriosa como las cimas de las montañas, y considerará las farolas tan antiguas y naturales como los mismos árboles.

Por fuerza tenía que surgir una literatura ruda y popular inspirada en las posibilidades novelescas de la ciudad moderna. Ha surgido en los relatos populares de detectives tan ruda y refrescante como en las baladas de Robin Hood.

Esa comprensión de la poesía de Londres no es cuestión baladí. Una ciudad es, hablando con propiedad, incluso más poética que el campo, pues mientras la naturaleza es un caos de fuerzas inconscientes, una ciudad es un caos de fuerzas conscientes. La corola de una flor o el dibujo de un liquen pueden ser símbolos significativos o no. Pero no hay adoquín en las calles ni ladrillo en las tapias de la ciudad que no sean en realidad un símbolo deliberado, un mensaje de alguien, igual que lo son un telegrama o una tarjeta postal.

La novela policíaca es, por lo tanto, la novela del hombre.

Chesterton se convirtió en apóstol de la incipiente y denostada novela policial

Hoy el fondo de la cuestión casi no se discute. Ya se asume que, al igual que hay novelas buenas y malas, hay novelas policiacas buenas y malas. Digo casi porque todavía persiste una cierta reticencia elitista hacia el género, pese al excelente nivel literario que se puede encontrar en la actualidad a poco que se investigue. Lo proclamaba hace poco el argentino Jorge Fernández Díaz (1960): “La novela negra sigue estigmatizada por algunos críticos como literatura de segunda, pero El largo adiós de Raymond Chandler es mejor que cualquier novela que haya escrito Hemingway en toda su vida”. Ya decía Chesterton que,

Debido a una curiosa confusión, muchos críticos modernos han pasado de la proposición de que una obra maestra puede ser impopular a la proposición de que si no es impopular no puede ser una obra maestra.

Por dar algunas pistas, al parisino Pierre Lemaitre (1951), que empezó a publicar en 2006, no le dieron el premio Goncourt hasta 2013 por Nos vemos allá arriba, su primera historia ajena al género policial. Y al irlandés Benjamin Black (1945) se le valora entre la crítica ―y a lo que parece entre él mismo― por su heterónimo John Banville, que es el que escribe libros “serios”, no novelas negras populares como Black.

Reminiscencias, en todo caso. Lo cierto es que la novela negra de calidad ha invadido las librerías urbanas y digitales. Incluso hay ilustres aficionados al género que se quejan amargamente de tanta exuberancia. Entre el “público culto” ya ha dejado de ser un placer de minorías, ahora es un placer de masas (si se puede llamar masa a la mayoría del “público culto”), y eso, ay, rebaja el placer.

Entre los simples aficionados, los lamentos por la apabullante producción de buena novela policiaca esconden otro motivo, y este sí es de peso: la imposibilidad de acercarse siquiera a una minúscula parte de su producción. Antes, al ser poca, se podía leer mucha, y estar al día de obras y autores. Hoy es imposible conocer un solo libro de cada escritor de los que por referencias sabemos que merecen la pena. Y eso genera frustración.

Antes, al ser poca, se podía leer mucha y estar al día. Hoy es imposible

A darle rango de arte mayor contribuyó notablemente ―lamento tener que decirlo― el propio G.K., cuyo prestigio era tan reconocido por sus contemporáneos como en la actualidad. Quizá lo hizo como venganza contra los lectores del género, porque él se aficionó a escribir críticas, prólogos y artículos periodísticos sobre novelas de misterio, y perdió el placer de su lectura.

Fui un gran lector de novelas hasta que empecé a reseñarlas y, como es natural, tuve que dejar de leerlas. No quiero decir que cometiera una gran injusticia; al contrario: las estudié y critiqué con la intención de ser lo más justo posible, pero a eso no lo llamo «leer novelas» en el antiguo y delicioso sentido que tenía antes.

Si no hubiera sido un bocazas (“Chesterton”, decía su hermano ―que lo conocía bien, según cuenta Simon Leys―, “es un hombre que gusta de expresar sus opiniones, pues es algo que encuentra agradable. Pero se las expondría con la misma inspiración, la misma energía y la misma elocuencia a un desconocido que se encontrara en el autobús”) y se hubiera limitado a disfrutar en la intimidad de la escasa buena novela negra de su tiempo sin caer en la tentación de justificarse encomiando su calidad literaria, el hombre que la buscaba “igual que un dipsómano busca la bebida” habría seguido paladeándola con intensidad y no habría contribuido a su reconocimiento en los círculos literarios, con lo cual podría seguir siendo un placer culpable para una minoría selecta y cultivada, los lectores de un hermético club unidos por el conocimiento que solo ellos tienen y que no están dispuestos a compartir con cualquiera que se encuentren en el autobús.

Pero el maestro británico no solo desperdició su talento discurriendo argumentos y paradojas para dignificar la novela negra, sino que la honró escribiendo brillantes cuentos de detectives (en especial, pero no solo, los del padre Brown) y ―lo más grave― animó a la gente a escribirlos. Veamos cómo trataba de maquillar tan funestos errores:

Antes de hacer ninguna crítica de los relatos de misterio, me parece justo confesar que he escrito algunos de los peores del mundo. Pero, aunque el resultado fuese tan bajo, puedo jactarme de haber actuado movido por los motivos más elevados y de haber seguido el divino principio de la Regla Dorada. Les hice a los demás lo mismo que quería que ellos me hicieran a mí: proporcionarles novelas de crímenes con la vaga esperanza de que ellos a su vez me las proporcionaran. Arrojé mi misterio a las aguas, por así decirlo, con la esperanza de que me lo devolviesen al cabo de un tiempo con un título totalmente distinto y una historia mucho mejor.

Ítem más: no solo animó a los escritores en ciernes a cultivar la novela negra, sino que promovió la edición de manuales para facilitarles la tarea, como en este artículo de 1922, titulado Principios del relato detectivesco:

Hay libros de texto que enseñan a la gente a manufacturar sonetos, como si la visión de coros en ruinas en los que cantan los pájaros, o el remolino de las hojas de la esperanza fallecida y el viento de las alas imperecederas de la muerte, fuesen cosas que pudieran explicarse como un juego de manos. Tenemos monografías que exponen el arte del relato breve, como si el horror que rezuma La caída de la casa Usher o la luminosa ironía de El tesoro de Franchard fuesen recetas sacadas de un libro de cocina. En cambio, en el caso del único tipo de relato en que, en cierto sentido, pueden aplicarse las estrictas leyes de la lógica, nadie parece molestarse en hacerlo, ni siquiera en preguntarse si se aplican o no en este o en aquel caso. Nadie ha escrito ese libro que cada día espero ver en los estantes de las librerías titulado Cómo escribir un relato de detectives.

Ítem todavía más: no solo alentó la edición de manuales para escribir historias policiacas, sino que él mismo redactó un magnífico prontuario que ningún autor del género debería pasar por alto. Ahora bien, fiel a su estilo (“Si un libro ha de ser habitable, debería ser también ―igual que ocurre con una casa― un poco desordenado”), se limitó a dejar huellas dispersas en artículos periodísticos, prólogos, reseñas y ensayos, incluido uno que tituló, en efecto, Cómo escribir un relato de detectives (1925), en el que, por cierto, mostraba su sorpresa al comprobar que nadie había asumido el reto que él había planteado tres años antes, de modo que no se podía encontrar “el título que encabeza este artículo en los estantes de ninguna librería”.

“300 páginas son demasiadas para un delito que no sea un asesinato”

Tres años después, en 1928, el creador del detective Philo Vance, el estadounidense S.S. Van Dine (1888-1939), tomó el testigo y publicó 20 reglas para escribir novela policiaca. En algunas de ellas coincide con las que había desgranado su colega:

Portada de ‘El crimen de Benson’, de S.S. Van Dine.

Las sociedades secretas, mafias y similares no tienen sitio en una historia policiaca. Un asesinato fascinante y realmente hermoso es arruinado irremediablemente por cualquier culpabilidad compartida. En una novela policiaca, al asesino se le debe tratar con deportividad; pero es ir demasiado lejos proporcionarle una sociedad secreta en la que se pueda refugiar. Ningún criminal con clase que se respete aceptaría tales ventajas.

Y en otras discrepa:

No debe haber intriga amorosa. El asunto es llevar al criminal a manos de la justicia, no llevar a una enamorada pareja al altar del himeneo.

Aunque en las cuestiones fundamentales su visión es similar.

En una novela policiaca tiene que haber un cadáver, y cuanto más muerto esté el cadáver, mejor. Ningún delito menor que el asesinato será suficiente. Trescientas páginas son demasiadas para cualquier otro delito que no sea un asesinato. Después de todo, el tiempo del lector y el gasto de energía deben ser recompensados.

Pero no es lo mismo.

Algo parecido sucede con las cinco normas del London Detection Club, una asociación de escritores británicos de novelas de misterio creada en 1929 a la que pertenecieron fenómenos como Agatha Christie, Dorothy Leigh Sayers o el propio Chesterton.

Pero salta a la vista que el genial paradojista británico no participó en su redacción.

Portada de ‘Cómo escribir relatos policiacos’, de Gilbert Keith Chesterton, en Acantilado (2011). Traducción de Miguel Temprano García.

Miguel Temprano García (Madrid, 1968) se ha tomado la molestia de hacer lo que no hizo Chesterton, reunir en un solo volumen ―y traducir al castellano― sus desperdigados textos sobre el arte de escribir novela policial. La antología, publicada por Acantilado en 2011, se titula, lógicamente, Cómo escribir relatos policiacos. Con tan preciado material (que es de donde procede la mayoría de las citas de esta entrada) he dado el obvio paso adelante que nadie que tenga su casa ordenada se había atrevido a dar, y he organizado y compendiado sus ideas en 18 reglas (un decálogo) que, si las estudia con provecho, convertirán en un maestro del noir a cualquiera que se lo proponga.

No se me escapa que a raíz de esta brillante y elemental iniciativa aumentará exponencialmente ―si eso es posible― la producción de novela negra de calidad, con el consiguiente peligro de banalización de un género tan exquisito. Un efecto paradójico que con seguridad G.K. Chesterton había previsto, de ahí que nunca se decidiese a dar el paso. Pero alguien, tarde o temprano, acabaría haciéndolo, de modo que no se me puede acusar de irresponsable (si hay un culpable, solo puede ser el autor de El hombre que fue jueves).

Ahora sí, sin más preámbulos, aquí termina el prólogo al Decálogo de Chesterton para escribir novela negra con éxito. Continúa→

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