Entre 1584 y 1586, en pleno Siglo de Oro, se fragua La estafa del real de a ocho. España es el ombligo del mundo, y de las colonias americanas llegan galeones cargados de metales preciosos. La moneda nacional, el real de a ocho, es el dólar de la época, la divisa obligada del comercio global. El rey, Felipe II, extiende sus dominios por todos los continentes conocidos. Nunca un imperio había alcanzado tal magnitud.
La anterior, sin embargo, es una forma de enfocar la historia que, como es natural, no le interesa al autor. El libro de Emilio Saavedra se despliega por escenarios lúgubres y violentos, por un mundo en el que la crueldad es cotidiana, casi banal. La población sufre la permanente amenaza de la Santa Inquisición, que tortura y mata a su antojo en horcas y hogueras, y los niños se divierten apedreando perros y gatos. Madrid, la capital del imperio, es un albañal hediondo, estridente y peligroso donde pululan matones que ofrecen sus servicios por unas pocas monedas. Y el rey del universo, un hombre atormentado por la gota y por su mente enferma, está en manos de los banqueros genoveses.
No es de extrañar que los jarrillos de vino circulen sin control, tanto entre los poderosos como entre la plebe, aunque esta última deba conformarse con combinaciones aguadas y avinagradas.
España es el ombligo del mundo y su moneda, el real de a ocho, la divisa obligada del comercio global. Pero el rey, Felipe II, está en manos de los banqueros genoveses
Junto al vino omnipresente, los principales protagonistas de la novela son Felipe II y Juan de Orduño, alguacil mayor de Madrid. Los acompañan algunos (pocos) tipos íntegros como Cosme Luján, exsoldado del Tercio Viejo de Cerdeña, y, sobre todo, elementos siniestros como Juan de Idiáquez, hombre de confianza del monarca, o Antonio Pérez del Hierro, exsecretario de Estado de Felipe II acusado de asesinato. Hay personajes históricos y ficticios, pero todos, incluso los que tienen rasgos humanos, son reconocibles.
La historia nos traslada a las guerras de Flandes; a la ciudad de Delft, donde reside Guillermo de Orange-Nassau, enemigo de Felipe II, y al decisivo asedio de Amberes, comandado por Alejandro Farnesio, el Rayo de la Guerra. También nos damos una vuelta hasta La Habana, para seguir la travesía de un centenar de naves que se dirigen a España escoltadas por galeones, que almacenan los metales preciosos tan esperados por la Hacienda Real para pagar sus deudas con banqueros y soldados. Porque la clave del relato son los problemas económicos del rey, que ya había dictado dos bancarrotas y que tuvo sin cobrar a las tropas de Flandes durante tres años.
Pero los polos de la narración son el Monasterio de El Escorial, aún en obras, y Madrid, la ciudad que Felipe II había elegido en 1561 para establecer la corte. Si, como dicen algunos historiadores, la designó por su salubridad, Saavedra discrepa. “Pronto se cumplirían los primeros veinticinco años desde que el rey Felipe nombrara a la villa de Madrid como la capital de su vasto imperio y las calles seguían siendo los mismos muladares, con idénticos albañales que cuando Alfonso VI de León la conquistara al reino taifa de Toledo”. “Una población sucia y maloliente debido a sus calles eternamente embarradas por excrementos, basuras que sus habitantes tiraban a la calle y orines humanos y animales; donde los efluvios causados por el calor obligaban a las damas a taparse la nariz con elegantes pañizuelos perfumados y los hombres tenían que cubrirse el rostro haciendo uso de capas y herreruelos como en los días más gélidos de invierno”.
Tampoco parece que el motivo de la capitalidad fuese la laboriosidad o el urbanismo de su población, que se cifraba en unos 50.000 habitantes, “una inmensa amalgama de asotanados, pícaros, indigentes, mutilados de mil guerras y veteranos en busca de enganche, que malvivían de continuo en conventos, calles y asilos; por no hablar de toda una caterva de matadores, garduños y gariteros que andaban ociosos o en busca de algún ilícito negocio”. Lo cual explicaba que allí abundaran “los delitos de toda laya” y “los muertos en celada, que aparecían cada mañana tirados junto a las tapias de los Recoletos o en la cuesta del Manzanares”. Quizá el monarca valorase que era “la villa que más galeotes proporcionaba a la armada del imperio”.
Madrid, la capital del imperio, es una ciudad “sucia y maloliente debido a sus calles eternamente embarradas por excrementos, basuras que sus habitantes tiraban a la calle y orines”
Entre Madrid y El Escorial se entreteje la gran estafa que da título a la novela, aderezada con una maniobra de distracción que implica en la trama a la temible Santa Inquisición y a un grupo de luteranos armados con una imprenta.
Para narrar la historia, el autor emplea un lenguaje deliberadamente arcaizante que rebosa pulcritud y minuciosidad. Una pulcritud que se aplica tanto a los dilemas morales que afligen al monarca como a descripciones gore de hechos violentos. Veamos un ejemplo de esto último en las torturas que recibe el asesino de Guillermo de Orange:
“Gérard fue atado con las manos a la espalda y, mediante poleas atadas a los brazos, levantado del suelo un par de varas; a continuación le ató a los pies una piedra de veinte libras y continuó elevándolo. Cuando el reo estuvo a cuatro varas del suelo lo dejó caer de golpe y todos los allí presentes pudieron oír cómo los brazos y las clavículas del pobre desgraciado se descoyuntaban. Durante tres veces más se repitió el tormento hasta que Gérard perdió la consciencia. Decepcionados, los jueces ordenaron al verdugo que reanimara al acusado con agua helada y lo encadenara de pies y manos a la pared, de tal modo que sus doloridos miembros no tardaran en entumecerse y el dolor le impidiera conciliar el sueño. Durante tres días más Gérard fue sometido al potro; al aplastamiento de dedos; le fueron arrancadas las uñas de pies y manos; le quemaron las plantas de los pies con grasa hirviendo y hasta le marcaron los costados con hierros candentes. Pero todo fue inútil y de su boca no salió palabra delatora alguna. La noche del viernes 13 de julio, ante un hombre que ya estaba más muerto que vivo, el notario irrumpió en su calabozo para leerle la sentencia condenatoria: su mano derecha, ejecutora del asesinato, sería quemada y su carne separada del hueso mediante garfios; a continuación sería eviscerado vivo y su corazón arrancado. Y, para finalizar, sería decapitado y su cabeza paseada en la punta de una pica por toda la ciudad”.
En cuanto a los dilemas morales del Austria, poco tienen que ver con la ética y mucho con una religiosidad patológica obsesionada con el destino que espera a su alma en el más allá. “Señor”, reza, “¿por qué es tan doloroso luchar por tu sagrada fe? ¿Por qué me obligas a penar con tantas muertes si yo solo deseo defender tu nombre?”. Sombríos pensamientos que combate con la superstición, e intenta “disculpar sus muchos pecados y comprar la salvación eterna rodeándose de decenas de milagrosas reliquias que atesoraba como un judío los escudos de oro”. Aunque su mayor apoyo es el padre Chaves, su confesor, que le proporciona coartadas espirituales siempre que flaquea su fanatismo.
―Decidme una última cosa, reverendísimo padre: ¿consideráis lícito luchar contra la herejía y sus seguidores valiéndose de cualquier medio? Y me refiero al engaño, la extorsión, la violencia o… incluso el asesinato si fuere necesario.
―Majestad…, como hombre de religión no estoy de acuerdo con las teorías de ese descreído de Maquiavelo pero, en este negocio de la herejía, su famosa sentencia “El fin justifica los medios” os vendría al pelo. Y no olvidéis ―añadió elevando la mirada al techo― que es vuestro sagrado deber para con el Señor y Su Iglesia luchar por la verdadera Fe. Aunque esa lucha cueste vidas inocentes.
Por si eso no fuera suficiente, cuando puede beneficiarse si hay muertes de por medio, delega la decisión en sus lugartenientes. Se lo reprocha una mujer acusada de brujería. “Vuestra merced, el rey de medio mundo…, el rey más poderoso del universo…, no mandaréis ahorcar a esta pobre anciana porque la culpa recaería sobre vuestra laureada cabeza y porque bien sabéis que más pronto que tarde hallaréis a alguien que se ofrezca a mancharse de sangre las manos por su majestad a cambio de alguna merced”. Y, cuando su secretario Idiáquez le pregunta si desea que se ahorque a un ladrón, el monarca le responde: “He dicho un duro escarmiento. ¿Me comprendéis, Idiáquez? A buen seguro que vos sabréis qué hacer en cada caso particular. No me mareéis con detalles…”.
La mayor parte de la narración sigue las peripecias de Juan de Orduño, al fin un hombre honrado, exsoldado y ahora alguacil de Madrid, una especie de sheriff que se ve envuelto en los tejemanejes del rey y de su antiguo secretario, un hombre sin escrúpulos dispuesto a matar a quien se interponga en su camino. Orduño, a quien le encanta la buena comida (¡ah!, esos torreznos), sufre el acoso de asesinos a sueldo, es acusado de herejía por la Inquisición, se aventura a viajar de noche por caminos donde abundaban salteadores de caminos, comparte habitación y ronquidos con media docena de arrieros, se enfrenta a hombres poderosos, acaba encerrado en un calabozo. Pero cuenta con su capacidad deductiva, con su obstinación, con su maña en la lucha, con un amigo del alma, exsoldado como él, que le salva la vida. Y con su mujer, Josefa, “castellana de recio temperamento que no se amilanaba frente a la adversidad”, que lo anima en los momentos de flaqueza.
La población sufre la permanente amenaza de la Santa Inquisición, que tortura y mata a su antojo en horcas y hogueras, y los niños se divierten apedreando perros y gatos
La estafa del real de a ocho muestra la vida cotidiana de nobles y vasallos en una España imperial oscura, terrible y fascinante. Estoy convencido de que el autor, dada su formación en telecomunicaciones en la prestigiosa (aunque tristemente extinta) Universidad Laboral de Alcalá de Henares, conoce al dedillo los hechos, circunstancias y situaciones propios de finales del siglo XVI que describe con seguridad, así como las motivaciones y decisiones de los personajes reales que retrata; pero si no fuera así lo disimula muy bien, que es lo que realmente importa en una obra de ficción, por muy histórica que se considere o pretenda.
Apoyado en un sólido argumento, que sigue la pista del dinero con destreza narrativa y sin recurrir a inopinadas sorpresas ni giros de guion, y con un lenguaje apropiado para la época y al mismo tiempo fácil de leer, el toledano Emilio Saavedra Alcalá toma el recado de escribir para servirnos un entretenido y apetitoso relato regado con un buen vino de Cigales y unos sabrosos torreznos que ni abstemios ni vegetarianos deberían dejar pasar. Y no lo digo por el bien de sus estómagos, pues, aunque se nos antoje realista, es una historia imaginada, sino por el gozoso disfrute de sus caletres.
La estafa del real de a ocho
Emilio Saavedra
Editorial Fanes, 362 páginas