El empirista escéptico ―así se define él― Nassim Nicholas Taleb asegura que:
Nosotros, los miembros de la variedad humana de los primates, estamos ávidos de reglas porque necesitamos reducir la dimensión de las cosas para que nos puedan caber en la cabeza. O, mejor, y lamentablemente, para que las podamos meter a empujones en nuestra cabeza. Cuanto más aleatoria es la información, mayor es la dimensionalidad y, por consiguiente, más difícil de resumir. Cuanto más se resume, más orden se pone y menor es lo aleatorio. De aquí que la misma condición que nos hace simplificar nos empuja a pensar que el mundo es menos aleatorio de lo que realmente es.
Aquí es donde entran las obras literarias, según dice Taleb en El cisne negro: el impacto de lo altamente improbable (2007):
Tanto las iniciativas artísticas como científicas son producto de nuestra necesidad de reducir las dimensiones e imponer cierto orden en las cosas. Pensemos en el mundo que nos rodea, lleno de billones de detalles. Si intentamos describirlo nos veremos tentados a entrelazar lo que digamos. Una novela, una historia, un mito, un cuento, todos cumplen la misma función: nos ahorran la complejidad del mundo y nos protegen de su aleatoriedad. Los mitos ponen orden en el desorden de la percepción y en lo que se percibe como «caos de la experiencia humana».
Es una idea en la que abundan, con ligeras variantes para disimular el plagio, otros escritores. Sin ir más lejos, Juan Madrid, en Los hombres mojados no temen la lluvia.